jueves, 4 de marzo de 2010

I.LA VENUS VIRILIZADA

...unsex me here,
And fill me from crown to the toe top full
Of direst cruelty...
[Macbeth, I.v.42]


ES cierto que cada una de las obras de Shakespeare * puede ser considerada un universo autónomo y auto¬suficiente donde, paso a paso, cada uno de los diseños ideados por el autor genera su propia energía hasta consumirse en su propio fuego, para reconstruir más tarde, partiendo de las cenizas, un nuevo juego, una nueva trampa, un nuevo engaño teatral que nos sorprende como si de la primera vez se tratara. Sobrarían pues razones para, desde un punto de vista rigurosamente científico, analizar las obras por separado sin necesidad de buscar coherencias totales o temas recurrentes. Bastaría con seguir atentamente, obra tras obra, el sorprendente proceso de construcción estética utilizado en cada caso para que entendiéramos la razón por la que todavía hoy escribimos, estudiamos, reflexionamos sobre una producción que ha resultado ser decisiva en la historia de la literatura dramática.
Nos interesa, sin embargo, tras una larga reflexión en torno a la obra dramática y poética de Shakespeare, descubrir el juego del autor, recomponer las piezas de su mosaico, para comprobar quizá que el arte de la construcción teatral de Shakespeare está basado en la manipulación cruel de las mil caras del caos, repetidas como muecas obsesivas, que nos hacen guiños y se nos burlan desde la perspectiva privilegiada de quien sabe que la verdad del teatro comienza donde termina la verdad de la vida.
Importa la consecución estética, la perfección de la obra, la efectividad de la trampa, la conjunción sutil de los elementos y la eficacia total de la farsa. Lo demás, resulta secundario. Por eso un caballo mata a Arcite en Dos nobles amigos 1 y por eso Cassio y Bruto matan a César: 2 sencillamente porque sobran. Así es como la dureza de la mujer, el turbador atractivo del adolescente, la náusea sexual, la androginia, la crueldad del tiempo devastador o el disfraz, son caras de un caos que el autor utiliza con maestría, y no datos para la disquisición psicologista a partir de las características de este o aquel personaje. En este sentido la obra de Shakespeare es hermética e inescrutable. Más que creador de personajes –como tradicionalmente se afirma– lo vemos como diseñador de espacios para el teatro donde cada elemento está en escena porque es útil; donde cada sentimiento es un dato para la construcción estética. 3
Por eso si hablamos de la virilidad en la mujer será para ver cómo la utiliza; cómo saca partido al papel que le fue asignado en el mito, al convertirla en diosa fría, en objeto distante. Por eso la reflexión sobre la naturaleza estético-homosexual de los héroes de su obra no será un hallazgo sorprendente o pueril, sino la constatación de un método de trabajo donde se aprovecha la ventaja de reunir el atractivo del hombre y de la mujer en un solo cuerpo. Desde ese punto de vista el sufrimiento del poeta por el amor del joven de los Sonetos no nos parece una bella historia romántica y algo truculenta, sino la oportunidad perfecta para –dentro de la más pura tradición de sonetear– articular la lógica aplastante del poema, aprovechando al máximo el hecho de que «ella» sea en realidad «él».
Ése sería el sentido, también, de la naturaleza frágil de Romeo; de la fidelidad de Mercutio; de la belleza irresistible de Palamón y de Arcite; del amor fraguado en la guerra de Theseo y Pirithous. No vamos a cometer el error de verlos como la extensión de la personalidad del autor ni de creer en su historia. Nos acercaremos a ellos como seres que pueblan el escenario, como duendes que se enseñorean del verso, lo mismo que hace lady Macbeth, o Julieta, o Gloucester, o Desdémona, o el viejo rey Lear, sin que importe el signo de su sexo. 4
En definitiva no hay nada en la obra de Shakespeare que nosotros no sepamos. Ése puede ser el secreto de su magia: comprobar desde la perspectiva privilegiada del teatro –desde la literatura y el arte– que los inconfesables sentimientos que nos turban son viejos como la farsa misma, que todo es un juego, una provocación, una «comedia de errores», donde todo es posible; donde la mujer ordena y el hombre –como en el mito– reposa sobre el poderoso hombro de ella, donde Ganymede es en realidad Rosalinda, donde Cesario no es sino Viola; donde Floritzel no es sino la reunión de Leontes y Polixenes y donde el atractivo de muchacho de Emilia es el espejo donde se miran dos nobles amantes tebanos. 5
Aproximémonos a la expresión romántica del amor y veamos dónde nos conduce su manipulación dramática. El cliché cortesano que comienza por servir de base a la falsa enfermedad de amor de un Romeo intelectual¬mente «enamorado» de Rosalina, 6 puede ser la treta per¬fecta para que Gloucester en Ricardo III pueda poseer sexualmente a Anne. 7 Ese mismo modelo cortesano será el campo semántico donde la mujer podrá comportarse como hombre y éste como mujer, y esto sucederá a dos niveles: sexual y político. En el primero, Venus abruma a Adonis. En el segundo, Venus es madre redentora, y la que concede el perdón. 8
En cualquier caso es casi siempre el hombre quien, fiel a una religio amoris, suspira, llora y se somete a la tiranía de la dama. Así es como se comporta Romeo mientras Julieta calcula, organiza, estudia la situación. Así se comporta Ferdinand con Miranda, tierna con Próspero pero digna de La Tempestad donde aparece (a juzgar por su actitud con Caliban a quien desprecia a pesar de una hermosura hecha de estrellas, en una noche inventada por Sycorax), y ése es también el tono de Arcite y de Palamón ante Emilia... Tonos excesivamente delicados, que acentúan la rigidez, la dureza de la amada, a quien tradicionalmente correspondería –en el papel asignado a ella por la sociedad– hablar de suspiros y de lágrimas.
Sin embargo, en Romeo y Julieta, Dos caballeros de Verona, Noche de Reyes, Como gustéis, Dos nobles amigos o Trabajos de amor perdidos, son los hombres los que hablan con esa languidez feminoide. Es precisamente esa forma de «exceso dramático» la que el autor utiliza para la construcción de un modelo literario transexualizado.
Es cierto que esos ecos feminoides no son sino un modo de hablar «aprendido». Es cierto que se trata de un esquema elaborado, pero es así –utilizando esa forma concreta de la tradición y no otra– como el autor perfila sobre el escenario una imagen determinada de galán enamorado. Si Romeo hablaba de amores hechos de humo de suspiros, Orsino en una Noche de Reyes hecha de tules exclamaba «si la música, como dicen, es alimento de amor, / tocad, siempre, tocad hasta saciarme...», mientras la dama por quien suspira hace y deshace impasible, sale y entra, ordena y dispone. 9 Lo vimos en una magnífica versión de la RSC en 1971 y volvimos a comprobarlo en la que la misma compañía ofreció en el verano de 1974. En ella Orsino aparecía lánguido, rodeado de sedas y bellos criados y suspirando por la amada en una actitud que componía magistralmente la imagen del effeminate lover, término con el que queremos describir no al joven que presenta las características del sexo femenino sino al icono donde se reúnen las ventajas de los dos sexos. Orsino, como Romeo, da el tipo de amante viril y femenino a un mismo tiempo, en perfecto esquema de estética adolescente.
Precisamente esa fragilidad del amante hace que la mujer quede alejada, como diosa inalcanzable, incluso en el caso de Romeo y Julieta, tragedia en la que, siquiera a nivel argumental, hombre y mujer quedan unidos hasta que la fatalidad los separe. Recordemos el primer encuentro de los dos amantes en la casa de los Capuletos: la primera conversación entre ellos nos es presentada en forma de soneto compartido. 10 Así de irreal es la situación; así de frágil. Julieta es un objeto poético que se nos escapa; es un valor estético que existe fuera de la realidad; es una verdad «teatral». Hubiera bastado la prosa o el verso blanco para que la situación hubiera sido asequible, para que hubiéramos creído en la posibilidad del encuentro. Pero la tragedia tiene sus normas; por eso la primera toma de contacto entre los dos tiene el ceremonial de un soneto: para dejar constancia de la imposibilidad del encuentro. La pasión de ese momento es la pasión del arte, la perfección de un juego que es de palabras, la perfección de un artificio que es el artificio del soneto, donde el centro en este caso es la mujer-diosa lejana, 11 a la que el héroe no trata con intimidad de amante sino con temor y reverencia artificiales.
Pero será en las comedias y en la discutida Dos nobles amigos –donde Shakespeare comparte la autoría con Fletcher– donde encontraremos la medida de la artificiosidad, del engaño, de la desproporción que existe entre lo que se «dice» y lo que realmente «sucede».
En Trabajos de amor perdidos, comedia en la que Shakespeare se esfuerza por demostrar que no se puede vivir sin amor, es donde encontramos el primer buen ejemplo de la relación entre Venus del cielo (aquí la princesa de Francia) y el vasallo que le rinde pleitesía (en este caso el rey de Navarra). 12 En efecto: el rey ve frustrarse su intento de fundar una «academia» –un reducto consagrado a la sabiduría– por la intervención inoportuna de la princesa de Francia, quien con su corte de damas irrumpe en palacio, 13 poniendo así fin a su proyecto. Desde el principio quedan enfrentados Mundo Masculino / Mundo Femenino, Adonis / Venus, Deseo Apollonian / Deseo Dionysian. Y está claro lo que sucede: vence –como siempre en la vida– el segundo sobre el primero, como en aquella leyenda en la que Leucipo era reducido por las amigas de Dafne, las damas de la corte de la princesa de Francia no lanzan flechas como las amazonas del mito, pero tienen en sus manos palabras como dardos, y la estrategia de un lenguaje aprendido de la tradición que las convierte en superiores. Ni Leucipo pudo encontrar argumentos contra Dafne ni aquel otro adolescente hijo de Hermes y Afrodita pudo defenderse contra la ninfa del lago, ni Palamón y Arcite sabían que la aparición de Emilia en su «prisión-paraíso» desencadenaría la tragedia. Del mismo modo, el rey de Navarra no pudo resistir el asedio de la princesa de Francia. Son hechos inevitables para que existan comedias, para que se desaten tragedias.
El lago del mito es el castillo de Navarra o la prisión de los amigos tebanos... Lugares de libertad, espacios para la ciencia, pastorales para el amor. El ideal del rey de Navarra es el ideal del hijo de Hermes y Afrodita. Ambos querían llegar a su destino: uno al Halicarnaso; otro a su reducto, a su «academia» donde, enterradas las ropas y atributos de caballero, tendría que prometer junto a sus compañeros que en adelante su vida sería la cultura, sería el arte. Pero ni el hijo de Hermes fue más allá del Halicarnaso ni el rey de Navarra más allá de su primer propósito. Ambos son reducidos por la mujer que es el elemento potente y fuerte, a cuyo lado queda empobrecida y metamorfoseada la virilidad del héroe. Para el primero ya no habrá más diosa que la ninfa hasta el extremo de quedar, contra su voluntad, fundi¬do con ella. Para el segundo no habrá más academia que el culto a la princesa. Berowne, amigo del rey de Navarra, sabe que así será; le consta desde el principio, Berowne es el hombre realista que prevé las situaciones. Berowne es el hombre práctico que no necesita ir al Halicarnaso o emprender el viaje peligroso de la cultura.
La parábola del rey sabio se convierte así en la del rey enamorado, y el resplandor de la cultura no es sino el resplandor de la belleza divina encarnada en la mujer. Navarra iba a ser el asombro del mundo, al principio de la comedia, por las cosas extraordinarias que allí iban a suceder, a la altura del acto cuarto, Navarra es lo que tiene que ser: el espacio donde la mujer ejerce su hegemonía. La princesa de Francia es ahora la «cultura» del rey, su arte, su «bibliografía», el método mediante el cual la acción se «asentimentaliza». Ella es la representante del poder en un cuento donde, al fin y al cabo, el rey se comporta como cualquier plebeyo enamorado. Ella es una especie de sueño imposible que, en el fondo, no es deseado. Y el lenguaje vacío, pomposo, «aprendido» que el héroe emplea para dirigirse a ella, la prueba más clara de su inexistencia como compañera. Shake¬speare la aleja, como se aleja con la oración a la madre de la tradición cristiana. La mujer queda así fuera de nuestras posibilidades. Más parece una idea que un ser vivo. Esta mujer que el autor nos ofrece en estos «Trabajos de amor perdidos» es una especie de ser etéreo y desprovisto de encantos femeninos.
Así lo entendió David Jones, responsable de la puesta en escena de la RSC en 1973, quien para dar énfasis a este aspecto hizo interpretar el papel de la princesa de Francia a una actriz más corpulenta y viril que el actor que tenía a su cargo el rey de Navarra. ¿Estaría pensando David Jones en el efebo que allá por 1595 interpretara a esa princesa de Francia? Ni siquiera tiene nombre esta princesa que irrumpe súbitamente en el escenario y se esfuma de la misma forma drástica. Así suceden las cosas en Shakespeare: basta que un mensajero interrumpa la acción sin más explicaciones, para que las cosas cambien. Antes de partir, la princesa impone sus condiciones, marca sus plazos, dicta sus normas... ¿No es el rey el que manda en todos los cuentos de invierno? ¿No hemos leído siempre «el rey dijo...», «el rey llamó ante sí a sus vasallos» en las historias referidas junto al fuego? Sin embargo, aquí el cuento se convierte en: y la Princesa dijo:

(i) PRINCESS: Si quieres alcanzar mi amor he aquí que tendrás [que ayunar,
despojarte de tus ropas, retirarte a una ermita lejos del [mundo
y permanecer allí hasta que los doce signos del Zodíaco [hayan [...]
[V.ii.781-783]

El final feliz queda, sin embargo, condicionado. El final feliz no se producirá jamás. Trabajos de amor perdidos nos muestra una derrota simbólica. El rey no se casa con la princesa como en los cuentos que nos cuentan de niños. Nos lo recuerda Berowne: «El galanteo no acaba como en las antiguas comedias: Jack se quedó sin Jill. El amor no gana la partida». 14
Pero hablábamos del tema de la veneración del hombre por la mujer. Ampliemos nuestra perspectiva diciendo que esta actitud está inspirada en la del vasallo por su midons, que etimológicamente no significa My Lady sino My Lord. Es en esta ambigüedad en la que se apoya Shakespeare. Es en este esquema donde encuentra el lenguaje de la subordinación, de la obediencia, del respeto, de la sumisión, base de la elaboración transexual que la relación feudal sugiere. Así, «señora» no es sino «señor».
En el trasfondo de este modelo transexualizado están los eternos mitos del pasado sobre la mujer: la cortesana de Babilonia, la Eva perversa del Paraíso, que encontramos en el Antiguo Testamento y que nos re¬miten a la idea de mujer-tentación; de mujer a la que el hombre teme; de mujer de la que el hombre se aparta/acerca, hasta llegar al modelo feudal (donde el miedo se presenta con síntomas de respeto) en el que los encantos que conducían a la tentación han quedado virilizados y –en magnífica técnica de espejos que veremos repetirse en Shakespeare– en el que el hombre asume parte de la feminidad que corresponde a la dama. 15
En el modelo de Shakespeare, la mujer es una excusa, un pretexto magnífico con el que se juega hasta conseguir, invirtiendo las escalas de valores, una estética travestida; un método vidrioso que es decididamente homosexual. Por cualquier camino llegamos, en Shake¬speare, a lo andrógino, al ansia de la unión o reunión de los opuestos: a través de la guerra de palabras, del engaño, del juego, del humor... para que al final todo sea como un bello cuento, como un decir «aquí no pasó nada», como un sonsonete de Feste en la Noche de Reyes que se burlará de nosotros y nos perseguirá incluso después de finalizada la representación; como una broma hecha con humo de palabras estériles en la violación de Lucrecia...
Pero en el cuento que parece inofensivo, en el centro de una estética que duda entre la luz del hombre y la oscuridad de la mujer, entre el ángel y el demonio, entre el adolescente y la dama, surgen las palabras de Posthumus Leonatus en Cimbelino, 16 quien, lleno de odio, quiere descubrir –para destruirlo– lo que haya en él que se parezca a la mujer, negándose así a aceptar siquiera el modelo transexualizado. La de Posthumus Leonatus es una rebelión contra lo que de femenino hay en él, por considerarlo una imperfección, un estigma, el resultado de una metamorfosis, de un castigo, de una maldición. La de Posthumus Leonatus es la protesta ineficaz de Adonis contra una Venus que domina, que decide, que transforma... como la princesa de Francia hiciera con el rey de Navarra, o Julia vestida de muchacho, con su amado en los Dos caballeros de Verona o Emilia con Palamón y Arcite en Dos nobles amigos, quien sin disfraz «exterior» de muchacho ha declarado al principio de la obra que el amor de mujer a mujer es más hermoso y fuerte que el que se da entre sexos opuestos, complicando así un esquema que ahora no podríamos desarrollar por su complejidad de matices.
Tenemos en Dos caballeros de Verona ejemplo de los tres procesos que, de una u otra forma, hemos comentado: Valentine sería el siervo, Silvia la diosa –«diosa del cielo»–, quedando Julia como modelo de mujer menos estática que la princesa de Francia, más en la línea de girlish boy o modelo del adolescente, tan utilizado por Shakespeare. La relación Valentine-Silvia es un buen ejemplo del esquema de dependencia del que nos estamos ocupando. Valentine ve más allá del cuerpo de Silvia. Valentine se pronuncia por una unión de las almas en eterno abrazo espiritual, afianzándose de este modo Silvia como ejemplo de mujer que no es mujer, que no es de carne y hueso, que no es sino midons autoritaria con una existencia más «abstracta» que «física». No será extraño, desde esta perspectiva, que Valentine se dirija a ella como cuando se invoca a una diosa, a una Afrodita de espacios celestes.
Tendríamos que aceptar la doble naturaleza de Silvia –divina y humana– para interpretar correctamente el acto en que Valentine hace entrega de Silvia a Proteus, su amigo («Todo lo que de mío había en Silvia te entrego...»). Pero si Valentine sólo poseía la sombra de Silvia, ¿qué es lo que en realidad entrega? No parece que esté haciendo entrega de la mujer. Se trata de hacer participar a los demás de la perfección divina de Silvia y de «comulgar», de unirse más con Proteus a través de Silvia participando todos, de este modo, de lo eternamente bello, de lo infinitamente ambiguo.
Poseer a Silvia es hacer un «ascenso» neoplatónico. Poseer a Silvia es alcanzar a la diosa, acariciar un midons. La situación recuerda a aquella en la que Arcite, ya agonizando, hace entrega de Emilia a Palamón, quien de este modo logra poseer lo divino, lo femenino, lo masculino; quien de este modo abraza la ambigüedad más absoluta y turbadora. Recordemos que sólo los dioses son andróginos; que sólo los dioses poseen un sexo ambiguo, no definido y que sólo ellos tienen el encanto de lo masculino y lo femenino. Tenerlo presente supone considerar a Silvia –o a Emilia en Dos nobles amigos– desde esa perspectiva y con ese valor semántico. Silvia, como ocurriera con la princesa de Francia, será a la vez madre, diosa, belleza estática, reunión de contrarios y, en definitiva, punto de partida de una confusión general, de un desconcierto que alcanza a todos: a Julia, que de forma más dinámica, más real, reunirá las ventajas de todos los encantos; a Proteus y a Valen¬tine, cuyo valor icónico en poco se distinguirá del proporcionado por el de un «chico» (Julia) que en realidad es una mujer.
¿No son éstos los mismos elementos que presidían el ceremonial de Trabajos de amor perdidos? ¿No hemos de ver la amistad entre Proteus y Valentine como alternativa al mundo del amor con la mujer? ¿No es éste un síntoma del mismo signo que la disyuntiva planteada en los Sonetos? Hay razones para afirmar que Dos ca¬balleros de Verona fue escrita en la época en que Shake¬speare comenzaba a producir las misivas en forma de soneto, dedicadas a su amigo. Conviene apuntar la posibilidad de considerar los Sonetos como clave de toda la obra de Shakespeare. 17 En ellos encontramos todos los temas y formas de lenguaje; también la expresión de amor aprendida de la tradición y que hasta ahora ha servido para adorar a la diosa transexualizada y convertida casi en hombre, y que ahora sirve para dirigirse a un ser tan asexuado como ella: el Friend. En realidad, el tono empleado para cantar al Amigo será como el utilizado para dirigirse a la diosa de la comedia, pero con un nuevo componente: el Friend es ahora la diosa, la Heavenly Venus que ya hemos descrito, y el poeta –el autor de los Sonetos– es ahora el siervo. Los encantos de la androginia que antes poseyera la diosa, vuelven a estar presentes, pero con otro signo. Antes la diosa podía parecer un muchacho; ahora el muchacho compone el atractivo de la diosa, para que el poeta pueda escribirle: «Dueño de mi amor, a quien como vasallo...». 18
El esquema se complica más –si esto es posible– en poemas como Venus y Adonis o Lamentación de un amante, donde aparece el mismo énfasis de tono mayor cortesano, pero con un nuevo espejo de espejos: Adonis o el Joven son observados desde una perspectiva femenina; desde el punto de vista de la mujer y desde el impacto que en ella hacen los rizos, los bucles, los labios, la irresistible belleza de un adolescente en quien se resumen todos los encantos del Paraíso. No se trata, pues, de recrear el atractivo del Friend de los Sonetos de una manera más o menos estética o desde el efecto que esa belleza adolescente produce en el poeta, sino de «intuir» femeninamente los resultados de esa atracción poderosa. Aunque la lectura del poema hablaría por sí misma, la advertencia de que la perspectiva es femenina enriquece la experiencia y marca con decisión el camino hacia el desorden, hacia el caos, hacia un mundo provisional donde la destrucción de la jerarquía proporcione un nuevo paraíso, un lugar de placer, donde de verdad la pastoral sea el escenario de una edad de oro, de una golden age, obtenida desde la reconstrucción de una ambigüedad donde los «pastores» son en realidad pastoras y donde el disfraz, real o mental, sea la ocasión para alcanzar la igualdad. Pero el paraíso que se obtenga –se lo advirtió el ángel a Adán en El Paraíso perdido de Milton– será un paraíso interior, porque en la pastoral pagana el ciclo «oro/plata/bronce/hierro» no vuelve a empezar como ocurre con el esquema cristiano.
También en Venus y Adonis, al igual que en Lamentación de un amante, encontramos ese tono de comedia romántica, y el lenguaje aprendido donde Adonis es midons y donde su belleza es advertida o reflejada en el espejo de espejos de una estética que es homosexual. Parece que se trata de llegar a confundirse, de –por cualquier medio– perder la identidad, llegar a ser iguales (con esa igualdad que la peste proporciona a los apestados) para poder alcanzar la pastoral provisional, donde de nuevo se repite la idea de un Adonis bueno y de una Venus malvada como en las viejas Moralities.
Requisito indispensable en toda pastoral es el pecado o la degeneración, elementos sin los que es imposible impartir el perdón, misión fundamental en el quehacer de un dios o un midons. Lo que precisamente marca o establece la diferencia en la relación de dos, es la facultad que el superior en rango tiene de impartir el perdón. En toda relación hay alguien que es perdonado. Si interesa revisar este tema en Shakespeare es precisamente porque codificando ejemplos del perdón obtendremos nuevos ejemplos del lenguaje transexualizado, al ser la mujer y no el hombre quien imparte ese perdón.
Shakespeare trata, en toda su obra, este tema, con mayor o menor intensidad, pero lo aborda de forma más contundente en Mucho ruido para nada, Todo está bien si bien acaba, Medida por medida, Cimbelino, Cuento de invierno y La Tempestad, aunque será en Todo está bien... y en Cuento de invierno donde obtengamos mejores ejemplos de transgresión de carácter sexual y donde podamos advertir con más eficacia la inversión de roles que ahora nos ocupa.
El héroe de la acción romántica que vimos en Trabajos de amor... y en Dos caballeros de Verona se convierte ahora en humanum genus quedando enmarcado en una especie de compromiso político frente al amor. El héroe peca contra el amor de una manera más obvia o evidente que la adoptada por el rey de Navarra, por poner un ejemplo. En los casos que hasta ahora hemos visto se trataba de oponer lo Apollonian a lo Dionysian, pero (probados los encantos del mundo femenino) cediendo a la norma impuesta, asumiendo la fórmula aprendida. Se trata ahora, sin embargo, de rechazar de forma decidida lo que los demás nos preparan y de negarse a aceptar una relación impuesta. El héroe, a partir de este comportamiento o enfrentamiento, tendrá que ser perdonado para que la acción intuya un camino posible hacia la felicidad, hacia el happy ending obligatorio.
El autor se enfrenta, en ese preciso momento, con la primera paradoja: tener que progresar hacia el final feliz a través de un personaje que el público se resiste a aceptar. Incorporada así la falta (el pecado) en la persona del humanum genus, tendrá que incorporar la redención en la diosa-mujer. En la mecánica del comportamiento amoroso de una sociedad planificada desde arriba, una transgresión contra el amor es una falta social, una falta contra quienes respetan y acatan las normas.
En el paraíso que Bertram –el humanum genus de Todo está bien...– quiere construir, no hay sitio para Helena, mujer que asume de forma nueva las características de las diosas lejanas y virilizadas que hasta ahora hemos enumerado. En efecto: Helena significa un paso hacia adelante en el proceso transexual. No sólo se disfraza de hombre como Julia en Dos caballeros de Verona, sino que, cual caballero de un poema heroico, lleva a cabo las hazañas y los hechos hasta ahora reservados al varón. En la historia del rey enfermo que necesita de un remedio insólito que cure su extraño mal, Shake¬speare introduce un elemento perturbador: la mujer que encuentre ese remedio, la mujer virilizada (Helena) que consiga la flor romanial y que, a la vuelta de la difícil empresa, obtenga la recompensa. Si en los bellos cuentos de invierno el apuesto príncipe era el que elegía como recompensa una joven hermosa del lugar, ahora, en Todo está bien... Helena, tras haber dado con la pócima que curará al rey, podrá elegir al más hermoso entre ellos simplemente señalando a Bertram con el dedo y diciendo: «Éste es el hombre». 19
Ésta es la estructura, el estado de cosas, contra el que Bertram se tendrá que enfrentar. En ese mundo, donde lo masculino le es ajeno y en el que la virilidad está representada por Helena, el humanum genus optará por la ambigüedad. Sus movimientos estarán controlados por la diosa del lago, y su conducta estará determinada por el miedo a quedar –como sucediera con Adonis– incluido en su mundo.
¿Cómo llegar, con los elementos de esta trama, a una reconstrucción del desorden que proporcione, a nivel de arquetipo, la felicidad final? ¿Cómo «perdonar» a Bertram? ¿Cómo conformar su imagen con datos de una nueva realidad? ¿Cómo apartarle del paraíso que él ha querido fabricar? ¿Cómo, por fin, hacer verosímil su aceptación?
De hecho estamos ante el primer ejemplo de que el final feliz, o no es final o no es feliz. Resulta difícil imaginar una reordenación del caos donde la jerarquía vuelva a virilizar a Bertram y a feminizar a Helena. Tendremos que esperar hasta que Shakespeare escriba sus romances (Cuento de invierno o Cimbelino) para poder aceptar la «realidad» tradicional, la verdad social. De momento diremos que Bertram no es Leontes esperando el perdón de Hermione en Cuento de invierno. El de Leontes es un arrepentimiento sincero, conmovedor. 20 El suyo es un deseo impresionante de perdón. Así lo recordamos siempre: implorando delante de la estatua de su esposa Hermione, hasta que ésta decida «volver a la vida» después de años de engaño y orgullo frío, viril y calculador.
Hermione nos facilita así la imagen de la mujer diosa que tantos puntos de contacto tiene con la princesa de Francia de Trabajos de amor..., aquella que impusiera un año de plazo al amor. Estamos, en definitiva, ante un mundo de honda tradición cristiana secularizada; un mun¬do donde funciona la constante tomista «Pecado/arrepentimiento/perdón» imprescindible en toda moralidad, y condición para acceder al paraíso y ocupar el puesto que se nos asigna dentro de un espacio jerarquizado, en un tiempo que ya no será dorado; en un paraíso que no se desea; en una pastoral que nos han impuesto.
Hacer que Bertram acepte a Helena; conseguir que Hermione, misericordiosa, extienda sus brazos hacia Leontes, es como crear un centro de ilusión, donde la mujer ocupa un espacio privilegiado. Sin ella no hay comedia ni perdón. La mujer, en definitiva, está reemplazando a las divinidades que en el teatro medieval religioso tienen el poder de redención. La mujer, divinidad secularizada, dirá lo que es bueno y lo que es malo, y al hacerlo quedará definitivamente alejada del «servidor», ya que ella tiene que aferrarse a su papel de midons.
La transgresión (la falta de que antes hablábamos) se encontraría a medio camino entre el paraíso deseado y el permitido. Fundar una sociedad masculina dedicada a la cultura; compartir todas las ventajas del Adonis o de la Venus; viajar libre hasta el Halicarnaso o hasta Italia –como Bertram– o construir triángulos de amor donde –como en los Sonetos– no faltan ni el master ni la mistress (¿era ésa la intención de Leontes al querer reunir ante sí a Polixenes, su amigo, y a Hermione, la amada?), podrían ser síntomas de lo deseado... Olvidar la academia a causa de la princesa, o tener que aceptar a Helena, podrían ser condicionamientos de lo permitido; leyes tiránicas de la vida o la comedia, o simplemente el método más rápido de terminar con una representación teatral que ya se prolonga demasiado.
Éste podría ser el sentido de la última escena de Todo está bien... donde Bertram, ante el rey, «acepta» a Helena. Éste sería también el carácter que tiene la sumisión de Leontes al final de Cuento de invierno. Leontes creía haber sido la causa de la «muerte» de Hermione, su esposa. Leontes cree haber sido la causa de la muerte de Mamillius, su hijo. Leontes cree haber matado a Perdita, su hija. Leontes cree haber sido agente de todas estas formas de desorden; protagonista de estas transgresiones. Leontes se arrepiente y su vida será un peregrinaje de auténtico dolor. En la última escena obtiene su recompensa y tiene lugar el ceremonial, del que Paulina es sacerdotisa, y en el que la magia del teatro hace que Leontes recupere a su hija y que Hermione, que ha estado fingiendo cruelmente la muerte durante años, vuelva a la vida para permitir que el esposo la rodee con sus brazos. No deja de sorprender, sin embargo, que no le dirija la palabra; que los ocho versos que pronuncia sean para los dioses y para su hija a quien creía perdida.
La lógica de este momento es una lógica teatral y casi circense, con música, sorpresa, magia y penitentes de rodillas. Recordemos, en todo caso, que en la pared del fondo, como decorado último, está la bella historia de amor entre Leontes y Polixenes, rey de Bohemia. Pero estamos en tempo de romance y el autor evitará a toda costa que un elemento tan conflictivo pueda desencadenar la tragedia. A cambio, en ese oratorio improvisado en casa de Paulina, Leontes y Hermione hablan sin mirarse construyendo una situación que es implacable y que no hace la menor concesión a nuestros sentimientos. Así es como el héroe, incorporada la transgresión a la acción dramática, nos ha proporcionado la actitud de adoración ante la mujer estática. Y así es como esa mujer de que hablamos se nos presenta como signo ambivalente y, por lo tanto, asexuado. La acción se afianza en un espacio donde los antagonistas no se comportan como enamorados, en un lugar donde operan la frialdad y el desencanto. Decididamente en Shake¬speare Eros no tiene forma de mujer.