jueves, 4 de marzo de 2010

III. EL SEXO, LA BURLA, LA NÁUSEA

Lady, shall I lie in your lap?
[Hamlet, III.ii.120]


EN los ejemplos glosados hasta ahora por nosotros hemos soslayado, casi de forma sistemática, el uso en Shakespeare del lenguaje sexual (bawdy language), por considerar que merece tratamiento aparte; lo que no quiere decir, en absoluto, que el uso dramático que de ese lenguaje se hace quede al margen del esquema de inversión que hasta ahora hemos ido esbozando. Sin perjuicio de una más extensa división del lenguaje sexual, en grupos y subgrupos, podemos generalizar diciendo que se advierten dos grandes capítulos en la forma que tiene Shakespeare de utilizarlo.
El primero tiene un carácter entre picante y amable y es campo abonado para la risa y la burla –¿hasta qué punto la burla sobre lo sexual es intrascendente?– coincidiendo cronológicamente con el período que va desde La comedia de los errores y Trabajos de amor... hasta Noche de Reyes. El segundo capítulo del lenguaje sexual nos conduce a Hamlet y a Timon de Atenas y nos aproxima al tema de la náusea y del carácter destructor del sexo. Recordemos cómo el orden estético procedía de una forma icónica adolescente y comprobemos cómo al estar lo sexual referido no al master sino a la mistress, eros ya no será vida, sino Thanatos. 1
Ése sería el sentido de las palabras de Lady Macbeth, mujer de acción, mujer viril, quien solicita la asistencia de los dioses para seguir luchando, para alcanzar una meta que encuentra la primera dificultad en su sexo: 2

LADY MACBETH: Está ronco el cuervo
Que anuncia con graznidos la fatal llegada de Duncan
a mi castillo. ¡Espíritus, venid! ¡Venid a mí,
puesto que presidís los pensamientos de una muerte!
¡Arrancadme mi sexo y llenadme del todo, de pies a la
[cabeza
con la más espantosa crueldad! ¡Que se adense mi sangre,
que se bloqueen todas las puertas al remordimiento!
[I.v.36-42]

Sólo a través de la fuerza que recibe de la mujer se atreverá Macbeth a matar a Duncan; a matar a un ser de su mismo sexo.
Para el mejor entendimiento de los ejemplos que a continuación glosaremos, conviene que no pasemos por alto la importancia que tiene el gesto a la hora de proceder a una «traducción» adecuada del texto de Shake¬speare. Si esto es cierto con relación a las muestras hasta aquí codificadas por nosotros, no lo será menos al hablar del lenguaje referido al sexo. Cualquiera de las palabras de carácter bawdy tiene dos o más acepciones. Sólo un instinto de visualización de la escritura nos conducirá al significado que deseamos. No olvidemos que la inclusión de este tipo de palabras es, en Shake¬speare, absolutamente funcional dentro de una perspectiva dramática. La expresión grosera, la palabra subida de tono, está para producir la risa, provocar la náusea o, en último extremo, para atraer la atención del público.
Sorprende comprobar hasta qué punto el lenguaje sexual se convierte en comienzo de «efecto» y en ingrediente básico en una tragedia como Romeo y Julieta tan aparentemente alejada de esta forma de expresión, de este tipo de gimnasia verbal. No ha hecho más que comenzar la obra, y ya vemos a Sampson y Gregory aprovechando cada segundo para informar al público de lo que van a ver, y para divertirlo. La técnica procede del viejo teatro y aún es usada: dos payasos o dos actores cómicos aparecen antes de comenzar la obra para calentar al público con alusiones políticas y con chistes de tono subido:

GREGORY: La contienda es entre los amos, y entre nosotros, sus criados.
SAMPSON: ¡Tanto da! Me portaré como un tirano. Primero acabaré con los hombres y luego seré amable con las vírgenes: les cortaré flores.
GREGORY: ¿Flores, a las vírgenes?
SAMPSON: Sí, les cortaré flores o les cortaré la flor. Tómalo en el sentido que quieras.
[I.i.20-23]

Es curioso el alcance de expresiones como «entretelas» y «tela de su virginidad», cuyo juego entendió bien Luis Cernuda en su inacabada versión de esta tragedia, pero que ha sido sistemáticamente ignorado en las versiones consideradas como «oficiales». El efecto se centra en las palabras head y maidenhead, que, en lectura ramplona, se convierten en «cabeza» y «doncellez», con lo que resulta que lo que se corta son las cabezas de las doncellas o su doncellez, no alcanzando a desentrañar el verdadero efecto del chiste grosero, con lo que el propósito de la escena se pierde totalmente. Head es la punta del sexo masculino o el disco intacto del sexo de la mujer. Lo que se corta o «destroza» en la escena es la membrana de la virginidad y no las cabezas de las vírgenes; «cabeza» en castellano no tiene el problema semántico de referirse a la vez a la cabeza del cuerpo y a la membrana del sexo de la mujer, tal como ocurre en el inglés isabelino.
La técnica que emplea Shakespeare es, repetimos, casi circense. Cualquier palabra, debidamente subrayada por un gesto, puede tener un significado grosero que ayuda a subir de tono la representación, tal como ocurre en la pista de cualquier sala de espectáculos dudosos, donde luces rojas, lentejuelas y ropa escasa son el marco adecuado para que las cosas, los gestos y las palabras tengan la significación que el entorno impone. En esa clase de espectáculos –como en las representaciones shakespearianas– se trata de divertir al de la mesa de al lado, se trata de hacer vibrar a los groundlings, a la masa que se apiña junto al escenario y que quiere diversión soez al precio que sea. Así pues, «Tómalo como quieras», última de las frases de Sampson, se convierte en la mente de Gregory en «por donde más lo sientan lo han de tomar». 3 Y continúa la escena:

SAMPSON: Me sentirán mientras pueda tenerme tieso;
[ya se sabe qué buena pieza de carne poseo.
GREGORY: Se sabe que de pescado no es.
[I.i.30-31]

De nuevo se están utilizando palabras que constituyen en sí mismas todo un mundo gestual y lleno de posibilidades para el actor. Si las descontextualizamos sólo significan «sentir», «erguir» y «carne», pero si las incluimos debidamente como objetos del escenario –si les devolvemos su valor de objetos de un decorado– no significan sino «notar mi carne mientras esté en erección». Recordemos que estamos entre criados, entre personajes con una capacidad especial para hacer que las palabras signifiquen lo que ellos quieran. Sampson, Gregory y Abraham o Balthasar son expertos en lenguaje; tienen la sabiduría del pueblo, son maestros en «el arte de la memoria» y saben como nadie cuáles son las posibilidades de expresiones como «saca tu herramienta, que ahí vienen dos de la casa de los Montesco» o «ya tengo fuera mi arma desnuda». 4
Tool (herramienta) y weapon (arma) son palabras que Shakespeare utiliza con relación al sexo del macho, convenientemente acompañadas de la forma verbal draw (sacar), expresión llena de posibilidades y de «movimiento». Draw casi sugiere el dibujo (el recorrido) de una mano, desde que toma algo hasta que lo deja. Del mismo tono son los demás sinónimos punzantes que encontramos en la obra dramática de nuestro autor, todos relacionados con la idea de penetración: lanza (lance), aguja (needle), espada (sword), espina (thorn)... en oposición a los innumerables vocablos para describir los genitales femeninos, en los que casi siempre se incluye la idea de recipiente, de herida. Así, repetidas veces nos encontramos con palabras como: herida (wound), brecha (breach), agujero (hole), partes secretas (secret parts), o con otras de carácter más humorístico como: otra cosa (another thing), nido de pájaro (bird’s nest), negrura (blackness), caja oculta (box un¬seen), círculo (circle), ciudad (city), parte queridísima del cuerpo (dearest bodily part), flor (flower), Países Bajos (low countries), níspero (medlar), lugar (place), anillo (ring) con la intencionalidad de aclarar qué es lo que «aprisiona y rodea» al «dedo»). Finalmente: España (Spain) y cola de salmón (salmon’s tail, con la confusión fonética con tale, cuento) serían dos de las acepciones de más efecto.
Veámoslo en ejemplos prácticos y que esta vez nos proporcionan Benvolio, Mercutio y la Nodriza en Romeo y Julieta:

BENVOLIO: ¡Basta, basta, detente! (a Mercutio que
[está contando una historia).
MERCUTIO: No querrás que interrumpa el cuento
[estando en el pelo.
BENVOLIO: Capaz te creo de estirar demasiado la
[cola de tu cuento.
[II.iv.89-91]

Están jugando, desde luego, con la coincidencia foné¬tica entre tale y tail (palabra ésta que en Shakespeare siempre tiene significación sexual). Así, «interrumpir el cuento estando [cerca] del pelo» es la forma grosera de decir: «no querrás que me retire cuando he llegado al pelo con mi rabo», siendo «cuento» y «rabo» o «cola» palabras de valor intercambiable. Por eso hemos hecho el doble juego al traducir «capaz te creo de estirar demasiado la cola de tu cuento», o, lo que es lo mismo, «si no te digo que te pares, capaz eres de hacer que tu cuento (rabo) se haga tan largo que alcances...». Compárese con cualquier traducción de las «sacralizadas». Por ejemplo, con la que dice:

–¡Para ya! ¡Para ya!
–No paro; queda aún la cola de mi cuento.
–No alargues la cola.
Sigamos con la escena todavía y oigamos lo que responde Mercutio:

MERCUTIO: Te equivocas. En todo caso la hubiera acortado,
pues mi cuento tocaba fondo [...]
[II.iv. 92]

Nada de lo que dice Mercutio en Romeo y Julieta es gratuito. Nunca habla por hablar. Cada una de sus palabras –de sus expresiones– está ahí para conseguir un efecto concreto. Es Mercutio un magnífico ejemplo del arte de la construcción teatral de Shakespeare, que necesita que el personaje sirva de contrapunto a Romeo. Por eso Mercutio es como un recipiente lleno de grosería y chistes sucios, y por eso su muerte –cuando sale en defensa de Romeo– es más conmovedora. Su muerte fuera del escenario hace que el espectador se llene de justa ira. La entrada de Benvolio gritando que el bravo Mercutio ha muerto, es una magnífica lección de teatro. Es estremecedor conocer la muerte de un ser alegre, intrascendente... Y lo es, precisamente, porque no se espera. Sabemos que Mercutio tiene que morir. Hemos oído cientos de veces decir: «¡Romeo, Romeo! ¡El bravo Mercutio ha muerto!», 5 y nunca nos lo creemos, porque quien debe morir en la tragedia es Romeo y también es Julieta. Para eso estamos preparados. Para eso hemos ido al teatro: para ver cómo mueren; para aceptar el juego. La sorpresa, sin embargo, es siempre la «inesperada» muerte de Mercutio; su agonía imaginada en un rincón donde la vista no alcanza.
En Mercutio, y en las dos caras de su moneda, hay mucho del eterno juego de esconder y mostrar en el teatro. Por un lado, el chiste fácil y la broma grosera. Por el otro, la muerte casi chanza de un personaje impresionante. Este tipo de contraste es buscado, y encontrado, por Shakespeare en otras muchas ocasiones. Los personajes aparentemente banalizados pueden llegar a ser los más patéticos, los de más fuerza teatral; los que a pesar de esta forma peculiar de expresarse tan propia del estamento bajo de sus comedias y tragedias, pueden alcanzar momentos insospechados de ternura, pueden oír las campanadas a medianoche. Sin las palabras groseras, sin el lenguaje del sexo, los tonos de ternura habrían pasado inadvertidos. Son los contrastes entre lo festivo y lo triste los que hacen posible ese efecto. Recordemos los términos en que describe a Falstaff –héroe de lo cotidiano– la posadera de Enrique IV:

Tened cuidado con él [le dice a Snare]: me la clavó en mi propia casa, y de manera muy salvaje... ¡A fe mía! Nadie sabe lo que puede ocurrir cuando saca su arma: la mete como el mismo demonio, sin reparar en hombre, mujer o niño [...] [II.i.15]

Éste es sin duda el Falstaff salvaje y tierno, fanfarrón y cobarde; el Falstaff dicharachero que cuando habla con Doll se expresa así:

[...] pues para servir con bravura, es menester avanzar sin miedo, meterse en la brecha con la pica dispuesta con gallardía [...] [II.iv.52]

Pero es asimismo un personaje que –junto a sus amigos Feeble, Pistol y Silence– oyó y sigue oyendo, a medianoche, las campanadas de lo «sin importancia», de la amistad, de la ternura.
Pero volvamos a Romeo y Julieta por unos momentos y digamos que si Mercutio era el contraste obligatorio de Romeo, la Nodriza es el contrapunto teatral de Julieta. Para la Nodriza –buena cruz de la moneda de la protagonista– toda la técnica del amor se reduce a «no caer de cara, sino de espaldas». Ella es quien abre los ojos a Julieta, quien le descubre las zonas más atractivas de la anatomía del hombre. Así, la cara de Romeo no será la más excitante para esta mujerona que no entiende de resplandores faciales renacentistas. Así se expresa esta mezcla de madre, nodriza y celestina: 6

Aunque su cara [la de Romeo] sea más hermosa que la de cualquier otro hombre, su pierna aventaja a la de todos: en cuanto a su mano, a su pie, a su cuerpo, aunque no sean cosas para hablar de ellas, exceden a toda comparación [...] [II.iv.40]

La tentación aquí no tiene nombre de mujer. Los encantos de lo erótico, en este ejemplo y otros muchos en Shakespeare, proceden del mundo masculino. El autor se recrea en descripciones turbadoras del cuerpo del hombre. No nos encontramos con descripciones sugerentes de los encantos físicos de la mujer. Muy al contrario, Shakespeare descubre el atractivo sexual del hombre, adoptando el punto de vista –el grado de excitación– de la mujer. Shakespeare está «dentro» de sus mujeres. Esto, controvertido como es, ha de ser aceptado como un hecho incuestionable. Lo que nosotros añadiríamos a la polémica, sin embargo, es que tal actitud del autor es parte de su idiolecto, de su forma de aproximarse al hecho estético. Es una estrategia teatral más que un punto oscuro del inconsciente. Lo que aquí interesa es el método de construcción dramática y no la obsesión de origen freudiano en la que tanto se han centrado críticos del talante de W. Knight o Wyndham Lewis. 7 Digamos que el atractivo sexual tiene en la obra de Shakespeare cara de adolescente o cara de hombre, y digamos también que ésta es una verdad teatral.
En el tono festivo de algunas de las conversaciones en torno al sexo de la mujer queremos advertir ciertos tonos de menosprecio. Cuando el sexo se convierte en tema para conversar en la calle, o para hacer chistes, o para reírse a carcajadas –¿sin malicia?– se produce una degradación, sobre todo cuando se trata de referencias que más tienen de peyorativas que de humorísticas. La comedia de los errores nos proporciona un buen ejemplo. Están hablando Dromio y Antipholus de Syracusa. Aquél le cuenta a éste cómo una mujer desmesuradamente gorda dice ser su esposa. Hace de ella una descripción «geográfica» que ya es antológica:

DROMIO: Un cuerpo reverendísimo, sí señor.
Es esférica, como un globo en el que podemos
[detectar todos los países.
ANTIPHOLUS: ¿Y en qué parte de su cuerpo está
[Irlanda?
DROMIO: ¡En el culo! Cerca de los pantanos.
ANTIPHOLUS: ¿Dónde Escocia?
[...]
¿Dónde Inglaterra?
[...]
¿Dónde España?
DROMIO: A fe mía que no la he visto, pero la sentí,
[caliente, en su aliento.
ANTIPHOLUS: ¿Dónde está América, y las Indias?
[...]
¿Dónde Bélgica y los Países Bajos?
DROMIO: ¡Oh, señor! No llegué tan abajo [...]
[III.ii.90]
No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta (¿por qué no ejercieron su perspicacia los traductores «oficiales» en éste y otros pasajes?) de que las palabras cuerpo (body), países (countries), España, Bélgica, Países Bajos... junto con la aclaración «no llegué tan abajo», son referencias muy directas al sexo de la mujer. El tono general de burla y menosprecio callejero –el que usan los hombres cuando interpretan colectivamente el papel del macho– es aprovechado por el autor con evidente maestría. Queremos advertir cierta diferencia entre estas referencias groseras de Dromio y Antipholus, y las que hiciera Falstaff, unas líneas más arriba, de carácter más inocente y sano. No tienen el mismo cariz –ni en Shakespeare, ni en general– las groserías de tono humorístico intrascendente, que las frases que de forma deliberada intentan degradar el cuerpo o su función sexual. Otro ejemplo aclaratorio sería el que ofrece Hotspur también en Enrique IV, para quien el hombre enlazado con la mujer no es sino el caballo que monta a la yegua:

HOTSPUR: ¡Ea! ¿Quieres verme montar? Juraré que te amo infinitamente cuando esté a caballo [...]
[II.iii.104]

Los tonos de burla nos están aproximando a un mundo donde la sexualidad es una náusea. El lenguaje es así una especie de camino preparatorio hacia el odio, un elemento básico en la tragedia. Dentro de ese esquema, el vómito sexual de Hamlet no será exactamente un síntoma sino un dato imprescindible en la sintaxis de la enfermedad, una forma de aislar dos mundos –el masculino y el femenino–, un método de enfrentamiento teatral. El desencanto sexual en Troilo y Cressida, lejos de provocar en los demás la risa, está precisamente para afianzar la realidad; para poner fronteras entre ella y la apariencia.
Cressida no existe fuera de su entorno sexual, más que en la imaginación de Troilo. La tragedia de esta obra es la imposibilidad del amor; la conciencia de que a cada momento de plenitud ha de seguir un proceso desintegrador. El tiempo, además, hará que se desvanezcan las promesas. El acto sexual será lo único que queda en la relación de las parejas, en un mundo donde si el deseo de amor es infinito, la experiencia humana es sin embargo finita. Convendría recordar el momento en que Troilo ve a Cressida en brazos de otro:

TROILO: ¿Es ella?... Cressida de Diomedes, quizás.
Si Belleza tiene alma, no puede ser, no es ella.
[V.ii.134-135]

Pero para Cressida el amor no existe más allá del acto sexual. El amor se consume mientras se ejecuta. Lo que no sabemos es si las que siguen son líneas de afirmación o una trágica constatación de la incapacidad de amar del hombre, de su indiferencia, una vez que su gallardía ha quedado derramada. Una cosa sí está clara, las palabras de reflexión que ahora transcribimos son el monólogo cerebral de quien sabe cuál es su juego, cuál es el papel que ha de interpretar y cuáles son los límites del hombre, su antagonista:

CRESSIDA: Lo que ya es nuestro, despreciamos. Y el alma
se recrea en conseguirlo. Nada sabe la amada
que desconoce esto: los hombres sobrestiman lo que
[todavía no es suyo.
[I.ii.311-313]

El sexo es en Troilo y Cressida elemento para la desintegración, dato para la comprobación del carácter ambiguo del triunfo del amor. Tiene, como en Hamlet, una funcionalidad. Sirve para algo concreto, dentro de una perspectiva dramática. Es imposible referirse al castillo de Elsinore sin sentir la presencia de lo sexual como una verdadera enfermedad. A Hamlet le repugnan los seres que pueblan aquel castillo. Ve el vicio en cada uno de ellos. Critica con insistencia enfermiza su comportamiento. Ve transgresiones por todas partes, incestos, corrupciones, complots..., aunque no le importará meterse en el juego –hablar como ellos hablan– para, desde dentro, sorprenderlos, desarticularlos. Por ese sistema dejará de ser sospechoso para Rosencrantz y Guilderstern, por ejemplo. Hamlet, maestro en lenguajes, actor magnífico, sabe cómo tiene que hablar en cada momento; sabe cuál es el tono exacto que la situación requiere. Estará inteligente, grosero, tímido, locuaz, amable, odioso... según en qué esquema se encuentre, según en qué diseño escénico por él concebido quiera desenvolverse:

HAMLET: ¡Mis muy queridos amigos! ¿Cómo estáis, Guilderstern? ¿Y vos, Rosencrantz? Mis buenos camaradas, ¿estáis bien? ¿Cómo os va?
ROSENCRANTZ: Como les suele ir a los mortales de esta tierra.
GUILDERSTERN: Felices, por no ser demasiado felices. No somos el florón en el birrete de Fortuna.
HAMLET: Seréis al menos la suela de sus zapatos.
ROSENCRANTZ: Tampoco, mi señor.
HAMLET: Quizá entonces estéis al nivel... de la cintura... o acaso en el centro mismo de los favores que ella tiene...
GUILDERSTERN: Sí, sí, dentro de sus favores estamos.
HAMLET: ¿Dentro de los secretos favores de Fortuna? Nada más cierto, puesto que es buena pécora. ¿Qué noticias traéis?
[II.ii.232-239]
En la semántica del odio en Hamlet, Ophelia –y las alusiones groseras que se hacen contra ella– es quizás la frase de mayor importancia; el objeto contra el que la tragedia se ensaña de forma más despiadada; el agente que desencadena de forma más obvia las reacciones (¿desproporcionadas, quizás?) del protagonista. Los de¬más modificadores de su conducta ya los conocemos: Gertrud, su madre; Claudius, padrastro y tío carnal; el Espectro, espíritu de su padre; el sexo, el incesto, el odio, la venganza, la acción, la pasividad... Posturas psicologistas y no psicologistas, moralistas, apasionadas o desapasionadas, han sido la causa de que sobre el tema se hayan escrito más páginas, quizás, que sobre ningún otro personaje de la literatura dramática universal. Nosotros quisiéramos colocarnos en un punto de observación más neutro, más equilibrado, más «profesional». Desde esa perspectiva, Hamlet es un personaje del teatro, y los factores que lo modifican no son sino elementos de un escenario que de otra forma no podría haberse construido. Por eso no nos va a importar la lógica de lo que ocurre. Por eso no vamos a ensayar sobre la duda, el carácter laberíntico del personaje o los motivos reales o ficticios que lo mueven. Hamlet no comienza a existir en el primer verso de Hamlet; Hamlet forma parte del arte de la memoria: lo conocemos antes de entrar a escena y sabemos que amó a Ophelia, que antes las cosas no eran como en escena se ilustran, que le sobran razones para la acción y para el odio porque el complot –real o ficticio– es un complot teatral y, por lo tanto, posible. La clave nos la ofrece Ophelia en una sola frase: «Últimamente, mi señor, él me ha dado pruebas de su afecto». 8
Pero esto forma parte de lo que «no se ve» en el teatro; de lo que hemos de reconstruir. Según esto, Hamlet odia a partir de unos hechos bien concretos; según esto, a Hamlet le sobran razones para sentir aversión por el sexo, para calificar de incestuosa la boda de su madre, para identificar a Ophelia con Gertrud y –con ella– a todas las mujeres. Hamlet «amaba» antes de descubrir que Ophelia y Gertrud son parte de un complot político; antes de que Gertrud y Claudius mancillaran el nombre de su padre. No es nuestra misión medir la verdad o la lógica de ese odio, de la obsesión por el complot. No estamos aquí para discutir si las cosas son como él dice o si se las ha imaginado. Nosotros vemos a Hamlet en Hamlet. Lo que hay es lo que nos ofrece el escenario. Confuso o claro, eso es lo que existe, lo que se afianza como verdad teatral. En Hamlet hay incesto, odio, náusea... porque se dice en escena, porque se intuye, porque se imagina, porque nos lo han dicho. En Hamlet hay angustia porque la sentimos. Sin embargo, no hay duda aunque nos lo hayan contado. Hay, por el contrario, un plan escénico perfectamente elaborado, con una lógica teatral fuera de lo común.
A partir de ese planteamiento –la lógica escénica– tendremos que centrar nuestra atención en el lenguaje del odio que, en Hamlet, viene expresado por el lenguaje del sexo. «Get thee to a nunnery!», 9 es el primer exabrupto contra Ophelia, y no un ruego, una súplica. No nos aclarará demasiado el hecho de que signifique «¡Enciérrate en un convento!» o bien «¡Vete a un prostíbulo!» No entraríamos en esa polémica, por no considerarla necesaria. Si sirve una solución intermedia, «¡Vete a una casa... de oración!» podría ser la respuesta, porque con esta frase, Hamlet lo que está haciendo es increpar, insultar, demostrar su rabia contra Ophelia, decirle que lo que debe hacer es apartarse de los hombres, no contagiarlos, no ser la causa de sus pecados. Dentro de este esquema, «convento» o «prostíbulo» no marcarían gran diferencia: quitarla de en medio es lo que importa, porque «los hombres avisados –le dice– saben muy bien en qué clase de monstruos les conviertes». 10
No es éste, sin embargo, el momento álgido del enfrentamiento Hamlet/Ophelia. La más cruel de las burlas contra Ophelia va a ocurrir en el acto tercero, momentos antes de comenzar la representación de los cómicos en el patio del castillo. Hamlet ha organizado el acontecimiento para, a través del juego del teatro, desenmascarar a Claudius como asesino de su padre. Hamlet está sentado a los pies de Ophelia. La conversación transcurre así:

HAMLET: ¿Me dejáis poner la cabeza en vuestro regazo?
OPHELIA: No, mi señor.
HAMLET: Tan sólo he dicho la cabeza... en el regazo.
OPHELIA: Sí, mi señor.
HAMLET: ¿Qué otra cosa pensasteis que tenía en la cabeza?
OPHELIA: No pensé nada, mi señor.
HAMLET: Bello pensamiento entre las piernas de una doncella.
[III.ii.114-120]

Lie, lap, head, son, entonces, las palabras que mantienen el juego. De nuevo, pueden tener una acepción inocente o grosera. Es indudable que aquí la voluntad es herir, degradar al antagonista, y hacerlo delante de todo el mundo. Por si el significado de lap (sexo de la mujer) no ha quedado suficientemente claro, Hamlet insiste «quiero decir, la cabeza (punta del sexo masculino) en vuestro regazo». Y luego el chisme de «¿Qué otra cosa pensasteis que tenía en la cabeza?». 11
Prosigue la representación de los cómicos y aún ha de interrumpir Hamlet de nuevo para preguntar a la concurrencia su opinión y para explicar el nombre de la obra y la trama. Es entonces cuando vuelve a producirse una conversación que vale la pena reproducir:

OPHELIA: Podríais hacer vos de Coro, mi señor.
HAMLET: Podría hacer de intérprete entre vos y vuestro
[amante, si pudiera ver de cerca el juego de marionetas.
OPHELIA: ¡Cuánta agudeza, señor, cuánta agudeza!
HAMLET: ¡Más de un suspiro os costará que yo os retire la
[agudeza!
OPHELIA: Bueno, bueno… malo, malo.
HAMLET: Sí, como los maridos que tenéis que elegir [...]
[III.ii.248-253]

La escena resulta confusa; incluso llegaría a ser hermética si no estuviera precedida por la que arriba hemos comentado. En efecto, mientras el contraste entre grosero/limpio es la constante en la relación Hamlet/Ophelia, existe la sospecha de que la degradación lingüística esté alcanzando ya a Ophelia. La expresión «sois penetrante» (You are keen, my lord, you are keen) sería inconfundiblemente inocente (podría traducirse por agudo, entusiasta...) sin la respuesta «¡Más de un suspiro os costará que yo os retire la agudeza». Igualmente ambigua y turbadora es la presencia de «bueno, bueno… malo, malo» con tonos evangélicos y nupciales, junto a una alusión del tipo de «De ese modo hacéis que yerren...» que también podría significar «Así tendríais que guiar a vuestros maridos». De cualquier modo, se está refiriendo a una determinada «puntería» en un juego sexual determinado.
La degradación está alcanzando a Ophelia, quien –como prueba de que el caos corrompe todo lo que habita en Elsinore– asume ese tipo de lenguaje y ese papel, cuando pierde la razón después de la muerte de su padre. La canción popular soez, en labios de Ophelia, es de un efecto realmente patético. Es como una advertencia de que para llegar a la degradación basta con estar predestinado. «¡Vete a una casa... de oración!» era ya como un aviso, como una maldición, un mal presagio. Ahora Ophelia ya es como Hamlet había predicho. Dice la canción: «¡Por Jesús y la Santa Caridad / de vergüenza muero, desdichada de mí! Pues todos lo hacen y, jóvenes, así se complacen; que es acción villana. / Porque juraste –dijo ella– desposarme / antes de tumbar¬me: / así lo hubiera hecho / si no te hubieras metido en mi lecho».
La canción no tiene un significado especialmente grosero. Es una canción más, entre las muchas de carácter festivo que la tradición popular nos ha entregado. Lo extraño es oírla en boca de Ophelia. No haría el mismo efecto si, por ejemplo, se la oyéramos a Jaquenetta de Trabajos de amor... No es apropiada para Ophelia. Supo¬ne una ruptura voluntaria por parte del autor. Es la forma más normal de advertirnos que Ophelia ya no es Ophelia: de que Hamlet y Ophelia han quedado al mismo nivel, eliminándose el contraste que existía entre ellos. Es como si la locura, o la aversión, o el caos, pudieran tener –de hecho la tienen– la propiedad de igualar a los seres. No olvidemos que se trata de la igualdad entre “apestados”. No es precisamente el amor lo que une a esta pareja... No hay amor entre estas parejas de Shakespeare, sino odio y muerte. El amor queda fuera de los límites de este lenguaje del sexo y, lejos, muy lejos, de los dominios compartidos por el hombre y la mujer. Sin embargo, en las comedias, el amor comenzaba a ser posible, una vez perdida la identidad de ese sexo. Era en ese momento de confusión cuando el sexo, lejos de ser muerte, comenzaba a significar vida.
En este peldaño de nuestro ascenso, el amor o queda reducido a su estado fisiológico –como en el caso de Troilo y Cressida– o es una forma de dolor como sucede en Hamlet. Quizás sea el Eros adolescente, desposeído de atributos sexuales, la mejor advertencia de que en Shakespeare esa –la suya– es la única forma de vida, de que fuera de su entorno, Eros se convierte irremisiblemente en Thanatos.
La náusea, la muerte y el asco se adueñan del decorado en Hamlet y en Timon de Atenas y en Othello y en Macbeth. Si la ambigüedad igualaba antes a los protagonistas de la pastoral, la negrura del sexo y la tragedia degradan ahora a los héroes equiparándolos en el orden y en el caos. Antes de comenzar la acción podemos descubrir atributos distintivos entre ellos. Así, Ophelia podrá aparecer libre de sospecha. Así, la blancura de Desdémona podrá ser un distintivo antropológico. Pero, planteada la tragedia, todos llegarán a confundirse, a equipararse.
Decíamos que Hamlet envolvía a Ophelia, anulándola. Recordemos ahora cómo somete a Gertrud, su madre, al mismo proceso de degradación insistiendo una y otra vez en el incesto que ha cometido casándose con el hermano de su antiguo marido y que sólo a él parece obsesionar. ¿Quién más habla de incesto en Elsinore? ¿Le preocupa a Hamlet el grado de consanguinidad de Claudius y Gertrud? ¿O es quizá su propia pasión por su madre lo que le preocupa? ¿Es su ira síntoma del agravio contra su padre, o signo de sus propios celos?
En Hamlet se habla de incesto y, sin embargo, nada, según la legislación de la época y según la reacción del resto de los personajes, hace pensar que exista. Nadie habla en palacio de relación incestuosa entre los monarcas. Hamlet en cambio insiste: «No dejes que el lecho real de Dinamarca / sea tálamo de lujuria y criminal incesto...», 12 o cuando poco antes de este momento le oímos exclamar, refiriéndose a su madre: «[…] y desposada ya. ¡Oh, cuán perversa ligereza! / ¡Ir tan resuelta a un lecho de sábanas incestuosas!»..., 13 donde ya encontramos un dato que explique su angustia y que justifique su repulsa: Gertrud no ha respetado la muerte de su primer marido. No ha guardado luto. Ni siquiera guardó las formas, sucumbiendo al placer y a la tentación de Claudius («bestia incestuosa y adúltera») según las palabras del espectro. 14
¿Hay aquí exceso de emoción? Se ha hablado de exceso de emoción en esta escena y en esta obra. Cuando así se ha opinado, se ha querido ignorar que no sería la relación incestuosa de su madre con el hermano de su padre lo que preocuparía a Hamlet, sino su propia pasión incestuosa, a partir de la imagen de un lecho y de su madre yaciendo en él con otro hombre. Desde la perspectiva del incesto, las reacciones de Hamlet no parecen, en absoluto, desproporcionadas. Sí lo serían, en cambio, desde la relación causa/efecto que ha querido verse siempre entre la muerte del padre y su conducta desquiciada. Quien a continuación habla, en el corto diálogo que reproducimos, no es el hijo que lamenta la desaparición de su padre sino el que no soporta que su madre haya pasado a un ámbito sexual fuera de su control:

HAMLET: Sin embargo vivís en el hedor
De un lecho de sudor infecto;
En una ciénaga de corrupción, gozándoos
Y haciendo el amor entre inmundicias.
GERTRUD: ¡No me habléis así!
¡Vuestras palabras se clavan como dagas en mi oído.
[III.iv.90-95]

No haría falta buscar los hechos que no aparecen en el escenario para entender el sentido de estas palabras, porque la angustia se advierte sin buscarla en escenarios contiguos, sin imaginarla en la habitación de al lado; sin necesidad de reconstruir biografías. La angustia está en escena y se llama Hamlet, y ha de inundarlo todo, y ha de arrastrar con él todo lo que haya a su alrededor hasta que todo quede confundido, hasta que todo sea carne de tragedia, hasta que haya transferido a todos y cada uno su obsesión. Sigamos leyendo para comprobar que es el hecho de imaginar a su madre acariciada por Claudius, lo que en realidad se hace insufrible:

GERTRUD: ¿Qué debo hacer?
HAMLET: ¡Nada de lo que os he dicho, por supuesto!
Dejad que ese cebón de rey vuelva a llevaros al
[lecho,
Que os pellizque, lascivo, en las mejillas; que os
[llame
Ratoncito mío, y que por un par de inmundos
[besos
O por sobaros el cuello con sus malditos dedos [...]
[III.iv.178-183]
No es ésta la única vez que Shakespeare trata la relación entre consanguíneos, pero sí que es ésta la única vez que esa relación –precisamente por no acabar de existir– desencadena la tragedia. Conocíamos ya los casos de Pericles (relación padre/hija) y de El rey Juan, donde lo incestuoso-edípico se combina en dos parejas: Constance, con su hijo Arthur y la reina Elinor con el propio rey Juan. Las relaciones madre-hijo en estos casos son –como en Hamlet– un tanto difusas, y no nos dan pie a una elucubración a ultranza o a una teoría elaborada sobre un punto, sobre un tema, que el autor ha preferido dejar en la sombra de la ambigüedad. Sin embargo, en Hamlet podría ser precisamente este sentimiento el que desencadene la tragedia, el que explique la reacción en exceso que tanto ha preocupado a los estudiosos, el que justifique la incapacidad para actuar o la capacidad para actuar de forma neurótica y precipitada. No actuar, no atreverse, no saber hacer frente a su propia naturaleza monstruosa... ¿Es éste el origen de la tragedia? Destruirlo todo de forma vertiginosa, masacrar a Ophelia, a Gertrud, a Polonio... ¿Es ésta la última alternativa? ¿Actuar? ¿No actuar? ¿Es ése el significado del monólogo que la tradición ha hecho popular?
A diferencia de Hamlet, los hermanos enamorados de Lástima que sea una p... 15 de John Ford (1633) viven su amor incestuoso aceptándolo desde el principio. No son ellos quienes generan la tragedia. Giovanni y Annabella consuman felizmente su relación sexual. La acción se precipita a partir de la reacción de quienes les observan con estupor. En Hamlet el deseo inconfesable ge¬nera repulsión y el odio se extiende a todos, entrete-niéndose de forma peculiar en Ophelia. Por eso hay tragedia. En el caso que plantea John Ford, sin embargo, los héroes están a gusto con su desvarío. Giovanni no es un ser torturado por fantasmas sexuales ni determinado en su conducta por ellos. En la tragedia de Ford la angustia no está en el hecho de que el héroe piense estar sumergido en un mundo donde lo sexual tenga el significado de muerte. Su tragedia es la tragedia de quien ve rechazada su conducta, la tragedia de quien no ve aceptados sus deseos. Eros no es Thanatos para John Ford. Son los demás los que no aceptan. Hamlet, sin embargo, forma parte de un proceso donde el sexo es destrucción fuera del esquema de ambigüedad del bosque; donde el amor no existe más allá del modelo de confusión, a partir del cual sólo son inocentes los encantos que surgen a partir del hombre... A Hamlet no le importará que Ophelia sea o no inocente. Le importará que –como su madre– sea una mujer con capacidad para generar y transmitir la destrucción.
Exactamente el mismo procedimiento va a funcionar en Othello. El poder del sexo, en esta tragedia, no facilitará tampoco la recuperación del héroe. El sexo –también en esta obra vestido de negruras– es un camino donde quedan destruidos el hombre y la mujer. Podemos intuirlo desde el principio, cuando Yago y Roderigo despiertan a Brabantio para decirle que su hija ha huido con Othello:

YAGO: ¡Por Lucifer, que te han robado! ¡Vístete, pronto, por
[tu honra!
¡Rompieron tu corazón! ¡Se te han llevado media
[alma!
Y ahora, en este instante, un ovejuno negro
Está montando a tu blanca cordera. ¡Arriba! ¡Ea!
¡Arriba, ciudadanos! ¡Toca esa campana! ¡Sácales de
[los ronquidos!
¡El demonio va a hacerte abuelo!
¡Arriba, te digo!
[I.i.86-92]

Animalidad/sexualidad es un modelo que ya hemos visto utilizar a Shakespeare –recordemos la relación Titania/Bottom en Sueño de una noche...– y que ahora recuperamos provisto, si cabe, de mayor fuerza. Yago no soporta la idea de la pareja haciendo el amor. Él es quien realmente canaliza la idea de que la sexualidad es básicamente animalidad: «¡Un semental berberisco está montando a tu hija!», 16 imagen de un Othello primitivo, de un Othello salvaje y desposeído de su condición de hombre: «tu hija y el Moro están jugando ahora a la bestia de doble espalda...», 17 imagen donde el amor es un monstruo con la espalda negra y la panza blanca, en la mente enfermiza de un Yago que, desde el principio, odia a la mujer.
Nos encontramos en un mundo de extremos. Hemos visto, al principio de nuestro trabajo, cómo el amor no eran sino bellas palabras; hemos visto luego cómo el amor era posible en un entorno adolescente; vemos ahora cómo el amor es una forma de caos y odio... No hay etapas intermedias en Shakespeare. O la podredumbre o la idealización. El amor nunca se hace real en una mujer real. La sexualidad no es nunca vínculo entre el hombre y la mujer. O bien produce la náusea, o bien se idealiza, o bien no existe. Es como si el autor se olvidara de tratarlo cuando sería lógico hacerlo. Sería bueno recordar aquí lo que sucede en El rey Lear. Shakespeare pierde la ocasión de materializarlo en una pareja donde el odio no existe (Cordelia y el rey de Francia) para centrar, sin embargo, su tratamiento en esquemas de desamor (Cornwall/Regan, Albany/Gonerill) o en el ámbito de la burla soez en boca del Bufón.
La náusea de Othello es una náusea aprendida de la visión grotesca de la realidad de Yago, para quien el amor no es «sino codicia de la sangre y tolerancia del albedrío», para quien las mujeres son «pinturas fuera de la casa, cascabeles en sus estrados, gatos monteses en sus cocinas, santas en sus injurias, diablos cuando son ofendidas, haraganas en la economía doméstica... y activas en la cama»... Yago, que sabe qué clavijas tocar para que suene una determinada música... Yago, que sabe el precio de cada hombre y el nombre de cada cosa... Yago, que espera y desea que el amor jamás funcione... Yago, auténtico director de la tragedia que hunde a Desdémona, como antes hundió a Ophelia... Yago, testigo de la debilidad de todos, filósofo grotesco que vaticina la traición cuando aún no existe, que provoca el desastre con sólo enunciarlo, que fabrica los celos y que se excita con la agonía de quien los padece. Esto es lo que le cuenta a Othello:

YAGO: [...] Yo estaba en la cama,
Junto a Cassio, y turbado por un dolor
Aquí, en las muelas, no podía conciliar el sueño.
Hay en el mundo hombres de alma tan indiscreta
que dicen cosas muy privadas mientras duermen.
Y Cassio, oh, Cassio es uno de esos.
Decía en sueños –yo lo oí– “Mi dulce Desdémona,
Seamos prudentes. Tengamos oculto nuestro amor”.
Entonces me cogió la mano y la estrujaba
sollozando “mi dulce criatura” y me besaba
apasionado, como arrancando de raíz besos
a mis labios, y puso su pierna aquí
en mis muslos, y suspiraba y me besaba, enloquecido
y gritando “maldita la suerte que te ha entregado al
[Moro”.
[III.iii.413-428]

Toda la respuesta de Othello –un Othello al borde de la locura– es «¡Horror monstruoso! ¡Horror!...», que es exactamente lo que Yago está buscando: desesperar a Othello. Vale la pena que consideremos el método que Yago ha seguido, no exento de componentes retorcidos. Efectivamente, en las palabras que hemos reproducido, no sólo encontramos un buen ejemplo de la habilidad de Yago para el mal, sino un auténtico alarde de lenguaje travestido, transexualizado. Estamos en un nivel del lenguaje donde se nos explican los resultados de la atracción masculina en la mujer, con verdadera fruición. Lo interesante, sin embargo, es que la excitación sexual de Cassio nos llega aquí, no ya desde el punto de vista de la mujer, sino desde la referencia de quien «hace de mujer». Teníamos el antecedente de la chica que, disfrazada de chico, refería sus experiencias como hembra. Ahora es Yago quien procede como una Rosalind ya disfrazada... El resultado es de gran eficacia. De ninguna otra manera hubiera podido el autor lograr mejor resultado sobre Othello que con esta descripción de «la propia Desdémona», del placer que le produce el contacto con Cassio. El método es sutil y retorcido, ya que en la «superficie» de las palabras de Yago lo que se describe es la excitación de Desdémona. Al ser Yago quien hace la descripción, el resultado es precisamente el contrario: lo que se afianza es la imagen de un Yago excitado a partir de la potencia sexual de Cassio.
De nuevo significa esto que no interesa utilizar el sexo para unir hombres y mujeres en el escenario; de nuevo estamos ante un método dramático que aleja en el espacio escénico a los seres de sexo opuesto; de nuevo estamos ante una forma peculiar de construcción estética. Si nuestro objetivo fuera el análisis del entramado ideológico o psicológico, tendríamos que aventurar una teoría basada en el miedo sexual, en la obsesión por rehuir la relación con la mujer... Nos hemos de ajustar, sin embargo, a los hechos escénicos: y los hechos son un Othello y una Desdémona que ni siquiera tienen oportunidad de hablar, para que así pueda surgir la tragedia, aunque para ello tenga el autor que alejar a los amantes. Por eso no encontramos útil basar nuestro estudio en el sufrimiento de Othello o en el de Desdémona, sino en el uso que el autor hace de esos sentimientos para construir sus materiales para la escena. Recordemos al respecto la escena cuarta del acto tercero, en la que Othello reclama su pañuelo –aquel que le regalara un día su madre– y Desdémona insiste en pedir clemencia para Cassio. Las palabras Cassio y pañuelo se convierten así en una especie de pesadilla, chocando una contra otra e impidiendo que los amantes lleguen a decir las palabras que podrían ponerles en contacto, las palabras que les unirían para siempre –no habría tragedia si quedaran unidos para siempre–, modelándose así un tipo de juego –el juego de Shakespeare– que es real: el de la mala suerte, conjurada contra los amantes; un juego que, en definitiva, se produce todos los días.
Mundo masculino en un extremo. Mundo femenino en el otro. En medio, una muralla que impida el contacto entre unos y otros y que les «proteja» de la suciedad del sexo y de su capacidad de destruirlo todo, para poder así «destruirlo todo» de forma teatral... Ésa parece ser la advertencia y la lección, ése el significado de cada parábola teatral de Shakespeare. 18
Un nuevo paso en nuestro recorrido podría ser Medida por medida. Quizá deberíamos haber estudiado esta obra junto a las comedias, pero, a pesar de su final feliz elaborado y falso, hemos preferido incluirla al lado de Othello por su condición de comedia donde lo sexual tiene un tratamiento también tenebroso y donde el puritanismo siempre hipócrita resulta casi pornográfico.
Aludir a Medida por medida significa tener que hablar de confusión entre el Bien y el Mal, de disfraces de la moral y de fronteras imprecisas entre la apariencia y la realidad. Angelo es el artífice de la obra. Su idea –perversa y sucia– de lo sexual nos permite hablar de él cuando precisamente acabamos de hablar de Yago. Para ambos el sexo es sinónimo de perversión. Ambos son incapaces de asumir que son ellos los pervertidos.
Su juego con la realidad y la apariencia es digno del que llevara a cabo Yago: ser uno, parecer otro, jugar con la hipocresía... Su asco, aversión sexual, y sus maquinaciones, sólo comparables a las llevadas a cabo por el retorcido personaje de Othello, y resumibles en un solo hecho: no soportar la felicidad de los demás; castigar con la muerte a los demás por sentir lo que uno mismo siente; juzgar a los demás por lo que uno mismo podría ser juzgado. Es la venganza del impotente, del hipócrita. Por eso, la sola idea de dos jóvenes que se aman –en este caso Julieta y Claudius– no puede ser asumida por los responsables de restablecer el orden moral en Viena. Las órdenes del duque Vincentio son tajantes al respecto: «Serán decapitados todos aquellos jóvenes que flirteen, guiñen o provoquen... a menos que estén unidos en matrimonio...».
La risa es el contrapunto de la náusea. El autor maneja este dato, y por eso en Medida por medida incluye ambos elementos. Risa y náusea forman así dos bloques complementarios, quedando afianzado cada uno por la eficacia del otro. Difícilmente podríamos tolerar la presencia de la náusea sin el equilibrio estético que aporta la risa. Difícil sería también advertir la presencia de una sin la respuesta de la otra. Ésta sería la explicación de que, muy al principio de la obra, haga su presencia la chanza en las personas de Mistress Over¬done, Pompey y Elbow. Cuando aquella se entera de que Claudius ha sido condenado a muerte por ser sorprendido con Juliet y pregunta «¿y cuál ha sido su crimen?», 19 contesta Pompey para aliviarnos –para que no nos tomemos en serio el problema–: «Haberse zambullido a coger truchas en río privado». Así, groping for trouts in a peculiar river es la advertencia de que a pesar de la «negrura» estamos en el teatro, y confirma nuestra sospecha de que quizás, allá en el fondo, el autor se esté riendo de nosotros y también del «honor». Ésa era la impresión que el espectador recibía en un montaje como el de Barry Kyle (Stratford, 1978), aunque en aquella escenificación –tal como ocurre con el original– no faltaran los momentos y las claves que nos obligaran a una consideración trascendental del problema. Siempre su¬cede así con Shakespeare. El problema es siempre de¬cidir entre la náusea y la chanza. No olvidemos, sin embargo, que la ironía es el filtro necesario de la tragedia isabe-lina. No olvidemos tampoco que Medida por medida es precisamente un recorrido magistral a través de la náusea y la ironía. ¿De qué otro modo se puede explicar la presencia casi «circense» de Mariana en el lecho de Angelo, en una trama tan grave y tan dramática?
Quizá sea Angelo el personaje que mejor nos explique la contradicción del binomio Bien/Mal en esta obra. Angelo –ejecutor de las órdenes de Vincentio– es culpable del mismo «delito» que condujo a Claudius a la pena de muerte. Angelo ignora que está poseído por las mismas pasiones que dice detestar. Angelo no es un símbolo del mal, sino una de sus víctimas. Fecundidad y decadencia se dan la mano en Medida por medida. Lo sexual es una fuerza que al mismo tiempo integra y desintegra. Náusea y chanza pugnan por encontrar una fórmula de síntesis. Quizá sea en Angelo donde podamos descubrir esa pugna entre una concepción del sexo sin inhibiciones (la postura representada por los dos jóvenes amantes) y el sexo visto como castigo, como sentimiento intolerable. Éstos son sus pensamientos:
ANGELO: Cuando quiero meditar y rezar, mis pensamientos y
[rezos
se pierden en motivos que les son extraños;
el cielo recibe mi palabra vacía de sentido,
mientras que mi imaginación, desoyendo mi palabra,
está anclada en Isabella. El cielo está en mi boca,
que no hace sino mascullar su nombre,
pero en mi corazón está el mal vigoroso de mi deseo.
[II.iv.1-7]

¿Es Angelo bueno o malo? ¿Es un demonio? ¿Un ángel, quizás? Esto sería como preguntar: ¿Es Medida por medida una comedia sobre la chanza o sobre la náusea? La respuesta no existe. La respuesta es que la comedia es todo eso a la vez, y que Angelo es todas esas cosas juntas, un personaje donde se mezclan las fronteras de lo real y de lo aparente, de lo bueno y lo malo. Escuchémosle al respecto:

ANGELO: [...] ¡Posición social, apariencia exterior,
Cuántas veces vuestras insignias y vuestras
[condecoraciones
arrancan el respeto de los necios y ligan las almas
[más prudentes
a vuestros falsos semblantes! Carne, no eres sino
[carne.
Podemos escribir “buen ángel” sobre el cuerno del
[diablo,
sin que podamos afirmar que sea ésa su divisa.
[II.iv.12-17]

Sólo la sangre es sangre; sólo la carne es carne; sólo el sexo puede darnos la medida de la realidad. La tragedia será que la felicidad, la culminación definitiva, no va a llegar en Shakespeare a través de esa actividad sexual. Los paraísos vegetales son efímeros, pertenecen a la literatura. Los triunfos del amor –concedidos como premio erótico– son parte de una normativa impuesta y de resultados ambiguos.
Por unos momentos, Angelo se ha decidido a abandonar la apariencia y ha dicho lo que realmente siente. Aunque su apetencia sea baja y grosera, aferrarse a la realidad sexual es posiblemente lo único que queda, cuando las pocas palabras de amor destinadas a la pareja ya fueron dichas en otras comedias. El sexo –forma de tocar la realidad aunque sea nauseabunda– sigue siendo un buen método para ejercer el arte de la corrupción, para planificar la infección de los demás. Ése es el sentido de las palabras de Angelo a Isabella cuando le propone la salvación de su hermano a cambio de su propia entrega: «No hay sobre la tierra otro expediente de salvación sino entregarle los tesoros de vuestro cuerpo a la persona supuesta de quien acabamos de hablar; de lo contrario, vuestro hermano morirá». 20
Las cosas en Medida por medida –ya lo hemos advertido antes– no llegarán a tanto. El autor se las arreglará para enderezar el enredo por él diseñado. Lo hará de forma lenta y complicada –el nudo de esta comedia es realmente prolongado–, pero lo hará. Shakespeare siempre lo arregla todo, siempre encuentra una fórmula de salida, cuando los caminos teatrales que nos conducen al odio parecen cerrarse. El autor nunca cae en una trampa definitiva, nunca consume su energía del todo; siempre se guarda una sorpresa, una fórmula mágica que le saca del impasse. Ya le vimos «salir» de su propio bosque de comedias para llegar al ámbito de la tragedia. Lo vemos ahora haciendo un recorrido penoso a través del odio. Cuando lo superemos, le veremos adentrarse en fórmulas estéticas nuevas donde se reúna el encanto de los contrarios.
Timon (Timon de Atenas) es paso obligado en ese peregrinaje de laberintos del odio y de náusea sexual que ahora estamos trazando. En el caso de Timon, como en el de Othello, como en el de Hamlet, la repulsión sexual es síntoma o, mejor, resultado de la decepción, de la traición y del engaño. Como en los casos anteriores, el asco sexual es el contrapunto trágico de un ser, en principio primitivo e inocente, como lo fuera Hamlet, como lo fueran Julieta, Desdémona y Othello. El vómito sexual se impone como castigo, lejos ya de las comedias, donde el sexo funcionaba como premio.
El amor de Timon por las cosas del mundo –su estado de inocencia– es similar a la alegría de Romeo y al entusiasmo de los amantes de Venecia antes de ser corrompidos por Yago. Pero si su amor alcanzaba a todos los rincones del mundo, su odio –tras la decepción– lo envolverá también todo. Timon, que sólo tenía palabras de entusiasmo, terminará por odiar al hombre por ser hombre precisamente; terminará por odiarse a sí mismo. Nos lo indican las palabras de su monólogo en el acto cuarto. Mirando las murallas de la ciudad, exclama: «¡Déjame que te mire todavía! ¡Oh, tú, muralla / que rodeas a estos lobos, húndete en la tierra / y no protejas más a Athenas! ¡Matronas, volveos impúdicas! / ¡Padres, que la desobediencia se apodere de vuestros hijos!...». 21 Se pide la llegada de la destrucción y del desorden, ya que la jerarquía sólo ha servido para introducir la traición y el desengaño. Para Timon, 22 el orden ya no puede ser garantía de un paraíso donde el dueño, por ser dueño, puede someter al siervo; donde ser superior en rango supone estar corrompido:

TIMON: Arrancad de sus asientos a los graves senadores de
arrugas venerables
y gobernad en su puesto.
Corred a los lupanares ahora, jóvenes vírgenes,
y hacedlo a la vista de vuestros padres. [...]
¡Criada, salta al lecho de tu amo, ahora que tu ama es
[carne de burdel! [...]
¡Que el aliento infecte al aliento! ¡Que juntos, como
[en la amistad,
no encuentren sino veneno!
[IV.i.5-15]

El mundo previo a este momento ha sido destruido. El orden engendró desorden, el sueño de amor engendró muerte. Sin ese amor el mundo no merece vivirse, es pura carroña. La mujer –ya lo vimos con Ophelia y con Desdémona– es un foco de infección por donde llegan todos los males y se propagan las enfermedades entre los hombres, a pesar de su belleza externa, de su apariencia hermosa. Ése es el aspecto de Timandra y Phyrnia, mujeres que acompañan a Alcibiades: «Esta puta feroz que te sigue, / a pesar de sus ojos de querubín, / posee una fuerza de destrucción más grande que tu espada». 23
Timon ha sufrido una metamorfosis casi real. Deja de ser un hombre para convertirse en perro e incluirse a sí mismo en esa vida superior del animal, cuando la del hombre ha llegado al cenit de su corrupción. El de Timon es un descenso casi físico hasta la degradación, hasta el goce de la animalidad como contrapunto de una humanidad podrida y que él considera inferior, satisfecho como está de los placeres del perro, en quien en-cuentra un aliado.
La mujer –la Madre común– es punto donde confluyen el odio y la animalidad, porque es del vientre oscuro de esa madre de donde salen los seres más repugnantes, entre los que se encuentra el hombre:

TIMON: [...] Madre común, tú, cuyo vientre sin medida y
[vasto seno
conciben y nutren todos los seres; tú, que de la misma
[masa que has moldeado
a tu hijo orgulloso, al hombre arrogante,
engendras el negro sapo y el áspid azul,
el lagarto dorado y la ponzoñosa serpiente ciega,
así como todas las criaturas aborrecidas que nacen
bajo el cielo nebuloso donde brillan los fuegos vivificantes
[de Hiperión [...]
[IV.iii.176-182]

La perspectiva del orden y del desorden en Timon de Atenas es un tanto equívoca. Las cosas serán de oro o de hierro, según desde donde se las observe. ¿Para qué le sirve a Timon una moneda de oro cuando ha elegido la soledad de una cueva? El presente toma forma, en esta tragedia, como posibilidad inmediata de paraíso. El pasado –siempre de oro en nuestras añoranzas– sólo es de oro para Alcibiades, del mismo modo que para él el presente sólo es de hierro. Todo será cuestión de perspectivas, de ángulos. La edad de oro siempre se sitúa en el pasado. La edad de hierro, surgida de la degeneración, siempre es resultado de un presente empobrecido. ¿Dónde están en Timon de Atenas el pasado de oro y el presente de hierro?
«He oído ciertos rumores de tus desgracias», dice Alcibiades al ver a Timon en su estado lamentable; «Tú las viste cuando poseía mi prosperidad» contesta Timon, quien piensa que cuando parecía tener prosperidad no tenía, en realidad, más que miserias; «Las veo ahora; entonces era un tiempo feliz». Alcibiades se obstina en ver su presente como degradado y su pasado como paraíso; «Como el tuyo ahora...» responde Timon: «... sujeto por un par de prostitutas», 24 cambiando así el presente por el pasado, haciendo del presente degradado una posible pastoral aunque nunca llegue a afianzarse. Sólo podrá purificarse con la muerte miserable que le libere de un alma también miserable. Éste es el sentido del epitafio sobre su tumba:

ALCIBIADES: ‘Aquí yace un cadáver miserable privado de un
[alma miserable.
No busquéis mi nombre. ¡La peste os consuma a todos,
[infames esclavos!
Aquí duermo yo, Timon, que en su vida odiaba a todos
[los hombres.
Pasa y maldice con toda tu alma; pero continúa, sin
[detener aquí tu paso’ [...]
[V.iv.70-74]

El pecado de los atenienses ha sido el mismo que en el mito: buscar el oro de la tierra, en lugar del oro del amor; alzar las armas de la guerra para enderezar los torcidos caminos de la paz. Así, Alcibiades, quien con la guerra querrá engendrar la paz y, con ésta, evitar de nuevo la guerra.