jueves, 4 de marzo de 2010

IV. EL ORDEN DEL CAOS

Then of thy beauty do I question make
That thou among the wastes of time must go...
[Sonnets, XII]


HEMOS visto, dentro de la perspectiva sexual del caos de las páginas anteriores, cómo el odio llega a tomar posesión en un escenario degradado donde el desarrollo de la pastoral es imposible; veamos ahora cómo el engaño –no el disfraz sexual–, la traición (betrayal), la perfidia... son origen y síntoma de ese desorden que sólo el arte podrá reestructurar.
La forma peculiar de hablar del fool –bufón omnipresente en su obra– puede ser la primera muestra de desencanto; la primera prueba de que el amor es farsa de farsas, juego de juegos. Las palabras del amor –aquellas cuyo tono se aprendió de la tradición– en boca del fool pueden ser la primera advertencia de que el amor no existe y de que en el mundo jerarquizado de los amantes, la experiencia física y negativa del amor será la única solución, el único paraíso de la edad de hierro. El fool supone el fin de la armonía cómica y el principio de la inoperancia del lenguaje como forma de comunicación. En Shakespeare, como en El Paraíso perdido de Milton, el infierno comienza cuando las palabras han perdido su eficacia semántica inmediata para convertirse en armas arrojadizas al servicio de la incomunicación.
En el espacio ordenado del teatro Globe se procedía a diario a ordenar la mentira y a destruir la verdad, en un proceso agotador que no acabaría nunca: orden/caos/orden/caos... surgido de la estética de espejos shakespea¬riana en un teatro de teatros donde los personajes (o la relación entre ellos) pasan inexorablemente por un calvario de errores antes de volver a ocupar el sitio que la jerarquía del mismo escenario les impone, reflejo evidente de la obsesión por el orden en el mundo isabelino. 1
En una parte de ese escenario jerarquizado tienen lugar las representaciones, donde se procede a reconstruir la verdad o la mentira; la mentira de la verdad o la verdad de la mentira. Recordemos cómo en Hamlet se quiere desenmascarar a los culpables representando un juego llamado «La ratonera» (Mousetrap) delante del rey y la reina; recordemos cómo en Trabajos de amor... los actores aplauden a otros actores y juegan al teatro; cómo en El Sueño de una noche... se ensaya y representa la parábola de Priamus y Thisbe, o cómo el juego del teatro se apodera a veces del argumento, y Goneril en Rey Lear está representada por un stool y los personajes son al mismo tiempo espectadores y protagonistas del «juicio» contra las hijas que Lear escenifica... cómo Falstaff es rey y Hal es Falstaff en Enrique IV cuando son informados de que el monarca requiere a su hijo Hal en palacio y «reconstruyen» entre Hal y Falstaff la posible conversación entre el monarca y su hijo. En cuestión de segundos, la daga se convierte en cetro, la silla en trono y el cojín en corona. 2 El «rey» dice, así, a su «hijo», que nunca abandone a Falstaff, hombre bueno, noble de corazón, aunque viejo... Pronto pedirá Hal hacer él de rey, para que «Hal» sea Falstaff y poderle decir, de forma inducida, lo que piensa:

HAL: Te has apartado violentamente del honor. Hay un diablo que te hechiza bajo la figura de un hombre gordo, un hombre tonel, que es tu compañero. ¿Por qué conversas con ese baúl de bufonadas, ese arca cerrada de bestialidades, ese fardo hinchado de hidropesía, esa enorme bombarda de Canarias, portamantas de tripas, ese buey asado de Manningtree, con el budín en el vientre; ese Vicio venerable, esa iniquidad de cabellos grises, ese rufián paternal, esa Vanidad entrada en años?
[II.iv.431]

buscando así la posibilidad de decir las cosas, escondiéndose detrás de algo, aunque ese algo sea un juego, como sucedía en Como gustéis cuando Aliena –que es Celia– casa a Ganymede –que es Rosalind– con Orlando –que es Orlando.
Recordemos esto y recordemos al fool que, realizada la función, mirará por última vez a los «actores», se adelantará hasta nosotros –actores mirando el teatro dentro del teatro– y romperá el encanto, cuando precisamente habíamos soñado que la convención era realidad, que la pastoral era cierta, que el mundo ilusorio del arte se había posesionado de nuestras vidas.
El despertar del sueño en Shakespeare puede ser un despertar de odio, cuyo efecto sobrepase la acción y alcance a las palabras. En efecto: ¿Qué sucede cuando son las palabras –el tono en que se dicen– las que engañan? Es curioso, pero cierto: de las tres hijas que tiene Lear, aquellas dos hijas que hablan con engaño son las que convencen al rey. Y las palabras de Cordelia, que pretenden ser veraces, son las que suenan pérfidas. 3 Cuando ya han hablado Goneril y Regan para adular al rey; cuando el rey, como premio a su «bondad», ya les ha entregado lo que les corresponde en herencia, ésta es la conversación entre Lear y Cordelia. La hija no adecua sus palabras al esquema lingüístico que en ese momento domina el escenario:

LEAR: [...] Y ahora, gozo nuestro,
nuestra última hija y más pequeña, cuyo amor juvenil
enfrenta, interesados, los pastos de Borgoña
y las vides de Francia, ¿qué haréis para obtener
un tercio más valioso que el de vuestras hermanas?
¿Qué tenéis que decir?
CORDELIA: Nada, my Lord.
LEAR: ¿Nada?
CORDELIA: Nada.
LEAR: Nada obtendréis de nada. Hablad de nuevo.
CORDELIA: Infeliz como soy, no consigo
elevar mi corazón hasta mis labios. Conforme a nuestro
[vínculo
os amo, Majestad, no más, no menos.
LEAR: ¿Cómo, Cordelia? Cuidad lo que decís,
o arriesgaréis vuestra fortuna.
CORDELIA: Mi Señor,
Vos me habéis engendrado, y criado, y amado,
y en la misma medida os correspondo,
os obedezco y os amo y, sobre todo, os honro.
¿Por qué se desposaron mis hermanas cuando dicen
que os aman sólo a Vos? Si tomara marido
el señor cuya mano asumiese mi emblema llevaría con él
la mitad de mi amor, y deber, y cuidados.
Cierto es que nunca me desposaré, como mis dos hermanas,
para poder amar solamente a mi padre.
[I.i.77-99]

Las palabras todo lo destruyen creando niveles de ineficacia entre los personajes. Podríamos hablar de una destrucción total, de una burla total que alcanza a todos en el juego del amor. Por eso Touchstone en Como gustéis encuentra divertido cambiar el texto de una carta de amor, siguiendo el mismo ritmo y sustituyendo las palabras iniciales por otras que, sonando igual, introduzcan la burla, destruyendo por este procedimiento, a partir de niveles gráficos y fónicos, la retórica del amor. Así: «All the pictures fairest lin’d / Are but black to Rosalind» se convierte en «Winter garments must be lin’d / So must slender Rosalind». 4 El mismo procedimiento es utilizado en Trabajos de amor..., donde la carta de uno de los caballeros, dirigida a una de las damas, es leída en medio de la burla de Holofernes. De este modo, las palabras incongruentes en latín nos hacen reír cuando las palabras de amor («si el amor me hace perjuro...») son interrumpidas por el disparate («Fauste, precor, gelida quando pecus / omne sub umbra Ruminat»). 5
El uso que, posteriormente, se hace del italiano y del latín, nos ponen en el camino de la burla, del escepticismo, del odio, y también de la grosería... síntomas del desorden en una sociedad totalmente obsesionada por la jerarquía. Poco a poco se produce en el escenario de Shakespeare una notable rebelión de personajes siniestros que nos arrancan la risa dejando un sabor amargo en la boca. De una forma paulatina, bufones y payasos nos acercan a un mundo que cada vez tiene que ver más con las tragedias. Touchstone, Amiens, Jaques o Feste, desde sus espacios en Como gustéis o Noche de Reyes nos están advirtiendo que estamos ante el fin de la armonía cómica, de la que antes hablábamos, para llegar al sinsentido trágico o al desengaño del mundo de los Sonetos. El descreimiento de Touchstone, «... pues la poesía más verdadera es la más engañosa... y lo que juran en poesía puede asegurarse que lo fingen como enamorados»; la melancolía de Amiens, «Sopla, sopla, viento invernal; tú no eres tan cruel como la ingrati¬tud del hombre» y la de Jaques, «No tengo la nielancolía del literato, ni la del músico, ni la del cortesano, ni la del soldado, ni la del legista, ni la de la dama, ni la del enamorado...», 6 nos llevan a la misma conclusión que la que obtenemos tras la lectura de los Sonetos: que hay un tono general de engaño en el escenario de Shake¬speare y que la parodia se extiende hasta ese mundo construido a base de cuartetos y donde el tono romántico del bellísimo exabrupto «¿A un día de verano habré de compararte?» (Sonetos, XVIII) es la más cruel de las burlas, si –como Hamlet en una representación– analizamos con apatía los elementos de la trama (la mentira) que nosotros (como él) hemos construido.
Con la aparición del fool de Rey Lear llegamos a una de las versiones más intelectualizadas (menos «sentimentalizadas») de cuantos cometidos hayan desempeñado estos bufones, tristes y grotescos a la vez, en la literatura dramática shakespeariana. Touchstone se limitaba a la crítica en Como gustéis. Sir Andrew, Malvolio o Toby Belch, aunque con síntomas de amargura, no dejan de ser muñecos grotescos y simpáticos de comedia. El mismo Feste, compañero de todos ellos en Noche de Reyes, es un personaje intermedio, a pesar de su tristeza final, entre la risa y la destrucción total. El bufón de Rey Lear es, sin embargo, la culminación de un proceso no exento de dolor. El bufón de Rey Lear comienza, en realidad, donde los demás terminan. Es sintomático que, incluso, llegue a utilizar las mismas palabras de Feste en ocasiones. Pero si «hey, ho, wind, rain» servían en Noche de Reyes para hacernos despertar en la nostalgia, «hey, ho, wind, rain» serán pronunciadas con un rictus mucho más amargo en el doloroso camino hacia Dover que es Rey Lear. Feste observaba, marcaba los límites del escenario, era un testigo de excepción en el enredo de Navidad, en la historia de amor de Myria. El bufón de Lear es un monstruo despiadado que, dominando el lenguaje, sabe cómo y cuándo destruirlo; que, odiando a la humanidad, es consciente de su poder para afarsarla. El bufón es capaz de investir al rey de locura, para investirse a sí mismo de cordura. Le dice a Lear:

BUFÓN: El que tenga muy poco, poquito entendimiento
diga ¡hey! con la lluvia, diga ¡ho! con el viento,
y Fortuna le alegre muy poquito, y más no,
que la lluvia es diaria; diga ¡hey!, diga ¡ho!
[III.ii.72-75]

Y la absurda contestación de Lear, coordinando gramaticalmente el absurdo y la razón:
LEAR: Cierto, muchacho. Llevadnos, pues, a la cabaña.
[III.ii.76]

La normativa que en el mundo exterior hace que cada personaje hable y se comporte de forma adecuada ha quedado interrumpida, introduciéndose el poeta en un mundo en el que la palabra del bufón desintegra la del enamorado y la del político, y en la que el odio y la perfidia (recordemos el caso de Timon de Atenas) tendrán dimensiones espectaculares. De todas formas, odio y perfidia son metas o finales de etapa a las que no se llega de una forma improvisada. No faltan ejemplos diseminados por toda la producción dramática de Shake¬speare donde poder localizar el desamor y la indiferencia; no faltan ocasiones donde detectar la decepción, el desencanto, la frustración... Demos la vuelta a la esté¬tica de cada momento; invirtamos los términos; cambiemos las perspectivas, y obtendremos un Yago posiblemen-te decepcionado, relegado, olvidado, condenado a no ascender en el ejército y, por lo tanto, marcado por su odio a Cassio y Othello; obtendremos quizás un Timon que decepciona a sus amigos; y un Troilo que decepciona a Cressida; y un Falstaff que decepciona a un príncipe, y un Poeta que no soporta la juventud y la belleza en los demás, a pesar de los finales «felices», a pesar de las fiestas de primavera, a pesar de todos los «¿A un día de verano habré de compararte...?». Encontraremos, en definitiva, volviendo del revés los términos, que todos los personajes que pueblan el escenario de Shakespeare podrían (de hecho «pueden») ser distintos a cómo se nos presentan, y que esa forma en que se nos «presentan» podría cambiar cada día, podría variar con cada público, con las diversas formas de reaccionar del auditorio, según la estética no del texto –¿existe el texto?– sino del momento, de la fracción escénica.
Por cualquier camino desembocamos en Shake¬speare en un mismo punto: aquel en que se confunden los límites entre lo real y lo aparente. Pero ¿qué es la realidad? ¿Qué es la apariencia? ¿Quién engaña a quién en Hamlet? ¿Quién decepciona a quién en los Sonetos? ¿Quién traiciona a quién en Julio César en el preciso momento en que se están pronunciando las conocidas palabras «Et tu, Brutus», 7 mientras César mira por última vez al amigo, antes de caer asesinado? ¿Ha caído «asesinado»? ¿O quizás «ajusticiado»?
Las cosas son lo que parecen a veces. Parecen lo que no son, otras; o no parecen lo que son, por últi¬mo... ¿Cómo entenderíamos a la luz de ese axioma los binomios lobo/docilidad, salud/caballo, joven/amor, puta/juramento, en Rey Lear cuando el bufón dice «Loco aquel que confía en la docilidad del lobo, la salud de un caballo, el amor de un joven o el juramento de una puta?», 8 mezclando así lo que es como parece con lo que sin parecerlo, es: no confiar en la docilidad del lobo, porque no parece manso; en la salud de un caballo aunque parezca sano; en el amor de un adolescente aunque parezca fiel; en el juramento de una prostituta, porque no es capaz de tal acto.
Dentro de esa perspectiva es posible que sea necesario el sacrificio de César, del mismo modo que es necesario el de Falstaff, o el de Malvolio y Antonio en Noche de Reyes, dentro de una perspectiva de necesidad de construcción dramática. La escena –a la que ya hicimos referencia– en la que el príncipe Hal, ya rey, rechaza públicamente a Falstaff, es absolutamente necesaria desde la óptica del teatro, es una prueba más de que para llegar a una consecución estética en el teatro la vida tiene que doblegarse ante el texto escénico.
El desprecio de Hal no puede ser simplificado. Nada en Shakespeare tiene una sola cara. Por eso hablamos de crueldad en Hamlet y en Enrique IV, y por eso proponemos dar la vuelta al problema y considerar la «necesidad» absoluta de esos hechos para llegar a escribir el escenario. Hechas estas consideraciones quizá lleguemos a entender la crueldad de Hal cuando, ya coronado rey, y saludado a gritos por Falstaff que espera entre la multitud («Mi rey, mi Júpiter, a ti es a quien hablo, amigo del alma...»), le contesta con una frialdad casi metálica:

ENRIQUE V: No te conozco, anciano... Vete a hacer tus rezos.
¡Qué mal le sientan los cabellos blancos al necio y al
[bufón!
He soñado largo tiempo con una especie de hombre como
[tú,
así hinchado de grasa, así de viejo, así de libertino.
[V.v.51-54]

Las palabras de Hal («No te conozco») resultan excesivas, nos parecen imprevistas, casi ilógicas. Como espectadores, hemos llegado a querer a Falstaff. Pero las normas del teatro y del arte son crueles, y el autor tiene en mente una estrategia de espejos; el autor quiere «verse» en Falstaff y quiere convertir a Hal, príncipe hermoso y arrogante, en el «amigo» de los Sonetos, en el triunfo de lo joven sobre lo viejo. Por eso hay que temer las apariencias, los disfraces, los posibles engaños; porque terminan por afianzarse, por adueñarse, para, desde el encubrimiento, triunfar sobre los demás. Así es como Brutus «vence» a César, del mismo modo en que el oro –real o retórico– triunfa sobre el hierro, del mismo modo en que el orden –o lo que parece orden– domina el caos, aunque aquí se nos haga difícil saber dónde están uno y otro, dónde termina el caos vital y empieza el orden estético, dónde acaba el infierno y empieza la pastoral del arte, dónde empieza la estética a rectificar la naturaleza y a ordenar el desorden.
Por este procedimiento (intelectualizando el engaño) Shakespeare encuentra el método para ordenar el caos. De este modo, matar a César, despreciar a Falstaff, traicionar al viejo poeta de los Sonetos o dejar sin aliento a Antonio cuando descubre que Sebastian es el premio travestido que Olivia recibe (al comprobar que «su» Cesario no es sino una bella muchacha que se llama Viola), no son sino formas de asegurar el progreso dramático para dar paso a la belleza, a la fiesta, al rito de celebración –después de quitarse todos sus disfraces– aunque para llegar a ese logro haya que dejar a alguien lleno de dolor, mirando como «espectador» lo que los demás disfrutan como personajes casi ya de carne y hueso.
La sospecha –la grave sospecha, lejos de sentimentalismos propios de humanos– es que aquí sólo importa el teatro. Por eso sobran las disquisiciones lógicas, las discusiones filosóficas, las consideraciones casi metafísicas, sobre lo absurdo que resulta que los personajes pasen de un tono a otro sin avisarnos. Por eso hemos de creernos las cosas cuando ocurren. Por eso no podemos preguntarnos inocentemente: «¿Dónde está ese personaje que antes...?», la respuesta es siempre la misma: ese personaje que antes decía A, ahora dice B, y lo hace con la lógica del teatro, con la lógica de la oportunidad más mezquina, con la lógica de quien sabe que hablando en ese momento y no en otro (callando o marchándose en ese momento y no en otro) tiene ganada la partida. Sucede en el teatro y sucede en la vida: siempre aplaudimos al último en actuar. Siempre olvidamos aquel personaje que hizo mutis hace rato. Eso lo sabe Brutus con respecto a César. Eso lo sabe Marco Antonio cuando espera su turno. Sabe que serán para él los últimos aplausos, como «sabe» Cordelia que su padre Lear entrará al final en su terreno lingüístico, en su área escénica. Por eso no nos parecen malvadas Goneril y Regan, sino infantiles, poco hábiles, poco oportunas: su final poco airoso nace en el mismo momento en que su principio retórico es poco oportuno, precipitado, no controlado.
Decíamos que lo sabe Brutus. Decíamos que lo sabe Marco Antonio. Y es así: ambos conocen el arte de la retórica. Ambos saben que pueden eliminar al anterior. El problema es de turno, un turno que en la vida real se convierte a veces en esperpéntico. César es bueno. César es malo. César ha de desaparecer. César ha de vivir porque es un héroe. Pero César muere y su asesino sabe dirigirse a la muchedumbre para justificar su crimen o su acto. Y la muchedumbre asiente. Y la muchedumbre vibra con sus palabras:

BRUTUS: ¡Romanos, compatriotas y amigos! Oídme defender mi causa y guardad silencio, para que así os lleguen mis palabras. Creedme por mi honor y respetad mi honra... Si hubiese alguno entre vosotros que profesara entrañable amistad a César, a él le digo que el afecto de Brutus por César no era menor que el suyo [...] [III.ii.13]

Cuando ya creemos que todo está claro; cuando nos parece que ajusticiar a César era necesario, el teatro, la trampa, el engaño, el artificio, vuelven a funcionar en boca de Marco Antonio. Y su artificio –o su verdad– suena bien. Y sus palabras anulan las anteriormente dichas. Y la muchedumbre le da la razón. Y Brutus es ahora el traidor en un escenario que es antiguo como el mundo y en el que la verdad y la mentira pactan constantemente.
La estrategia teatral de Shakespeare –casi circense– pone en peligro al frágil mundo del amor. Y las razones por las que así sucede no nos autorizarían a la elaboración de un tratado ideológico del autor. Las razones son las del teatro, las de la conveniencia dramática. Recordemos al respecto lo que sucede con el lenguaje obsceno, con el lenguaje superfluo, con el afectado, e insistamos en que éstos son síntomas, pruebas de cómo se puede llegar a desestabilizar la comunicación, a elaborar, paso a paso, la inestabilidad del amor. Estas formas de lenguaje no son sino elementos en oposición a la propiedad y al decoro lingüísticos; no son sino sintagmas enfrentados al concepto de Decency / Meetness / Comeliness / Fitness / Grace / Propriety y, por tanto, a la misma idea de orden.
No olvidemos que la construcción teatral que estamos tratando no está hecha exactamente de sentimientos, sino de elementos «objetuales» que, paso a paso, componen con maestría el edificio total dramático. No olvidemos que se trata, en definitiva, de «hablar bien», aunque lo que se diga destruya y queme nuestras entrañas como sucede con Caliban en La Tempestad, como sucede con Othello, animales «exóticos» que no utilizan el lenguaje con propiedad. Sin embargo, Ludovico –nos lo recuerda la mujer de Yago– «speaks well». Y eso quiere decir que habla como debe; que es de otra clase; que se comporta como lo que es y es lo que parece. «Ludovico habla bien...» supone que hay equilibrio, que no hay exceso. Caliban y Othello, por el contrario, son inferiores y cuando aprenden la estrategia de los seres «inocentes» que les rodean, la aprenden para iniciarse en el odio, en la blasfemia, en la intriga. Es con palabras como Othello maldice a Desdémona; es con palabras co¬mo Caliban lamenta que las cosas no sean como cuando Sycorax, su madre, le enseñaba el nombre de las cosas y el encanto de la noche.
No son los sentimientos los que construyen el edificio dramático. Más bien es el «exceso dramático» lo que, de forma casi siempre abrupta e ilógica, pone los límites en el escenario. Incorporar así el exceso supone querer destruir el orden por cualquier sistema (la falta de «propiedad», el lenguaje grosero, el sentimiento de odio), para a través del caos alcanzar otro orden nuevo. Sería algo así como querer demostrar que para producir orden en una parte del universo, el poeta necesita destruir el que ya existe en otro lugar (desorden aparente); sería como decir que no se puede «ordenar» estéticamente el caos sin que en otro lugar el desorden vital sea mayor que el orden por el poeta creado.
Es por esta razón por la que en el universo ordenado de un escenario isabelino (donde el rey es a la commonwealth lo que el sol al firmamento, lo que el león a los animales y lo que el águila a los pájaros), la lechuza no puede matar al halcón –Macbeth no puede matar al rey– sin que se desmorone el mundo jerarquizado y surja la conciencia de violación. Macbeth sabe que está violando el orden del universo y es precisamente esa con¬ciencia de caos lo que a Shakespeare le interesa para introducir –siguiendo su método contrastante– otros momentos estéticos que surjan de los aparentes excesos dramáticos. ¿De qué otra forma iba a darnos en Macbeth su gran lección? Hacían falta las brujas, y la ambición, y la fuerza de un asesinato hábilmente trasladado a una habitación contigua al escenario, para que Macbeth llegara a ser lo que ahora, en nuestras manos, es: una magistral construcción lingüística del ansia de poder.
También sería éste el sentido de la aparición en escena de figuras horribles y caóticas como la de Gloucester en Enrique VI, tercera parte. Su falta de «propiedad» física, su aspecto imperfecto y el odio que siente por sí mismo, nos llevarían al lugar de reflexión en el que ahora estamos ocupados. Dice Gloucester:

GLOUCESTER: El amor me ha repudiado en el seno mismo de
[mi madre,
y para que nada tuviese que tratar con sus dulces leyes,
corrompió la frágil naturaleza con algún regalo
para que acortase mi brazo como un arbusto seco [...]
para que se elevase en mi espalda una envidiosa montaña,
donde la deformidad pudiese asentarse para ridiculizar mi
[persona física,
para que hiciese mis piernas desiguales en longitud,
para que forjase la desproporción en cada parte de mi
[cuerpo [...]
[III.ii.153-160]

Estamos ante un momento estético de verdadera contundencia. Gloucester es un icono perfecto: una combinación perfecta de lo horrible y lo bello; un diseño perfecto de reconstrucción estética de esas partes deformes de su cuerpo; una excusa magnífica para introducir el odio como respuesta –como «enfrentamiento»– a la falta de equilibrio en el mundo. Por eso mismo –porque la naturaleza ordenada no deja otro camino– encontraremos un Richard (en Ricardo III) dispuesto a «portarse como un villano»; dispuesto a odiar como Lady Anne, en la misma obra, lo odia a él mismo: «Si tuviese un hijo [se refiere a Richard], sea abortivo, / monstruoso y dado a la luz antes de tiempo, / cuyo aspecto contranatural y horrible / espante las esperanzas de su madre al verlo». 9
Se trata de cerrar unos caminos para abrir otros y de poner a prueba a los seres que pueblan el espacio jerarquizado, mediante estímulos, y de comprobar qué energía los mueve, y de estudiar cuál puede ser su reacción; se trata de ver cuáles son sus posibilidades en determinadas circunstancias teatrales. Por eso la tormenta en Rey Lear es a la vez excusa y elemento perturbador; por eso la desilusión de Timon, su odio y su náusea, son ocasión espléndida para poner agua caliente en los platos de los invitados y gritarles: «¡Descubridlos, perros, y bebed a lengüetadas!», 10 para llegar, gracias al odio –por el camino del odio– a la destrucción absoluta, gritando: «Jerarquías, tradiciones, costumbres y leyes / ¡desviaos en las contrarias anarquías / y así reine la confusión! ¡Plagas que atacáis a la Humanidad, / amontonad vuestros contagios potentes e infecciosos sobre Atenas...!», 11 cuando el mundo inicial de la amistad sana ya ha terminado para él, y se da cuenta de que debe destruir la Humanidad si falta en ella el amor, y cuando comprueba que la adulación –otra forma «impro¬pia» del lenguaje– no es sino una nueva cara del desorden. Ése es el sentido de la conversación entre Timon y Appemantus:
APPEMANTUS: Te quiero ahora más que nunca.
TIMON: Y ahora te odio mucho más yo.
APPEMANTUS: ¿Por qué?
TIMON: Porque adulas la miseria...
[IV.iii.235-238]

Y éste sería el sentido, por fin, de su heroica muerte, momento de auténtica redención dramática y nueva ocasión para mostrar, o demostrar, que esa muerte no es sino camino hacia otra vida donde no haya lugar para la mentira y que el paraíso en la tierra es inviable; para demostrar que el reino de Timon –como el de Cristo– no es de este mundo.
Los celos –consecuencia de una traición imaginaria– podrían ser vistos desde este mismo ángulo, lugar privilegiado en el que se cierran y se abren caminos. Los héroes son obligados a enfrentarse, a distanciarse, a no comunicarse, a traicionarse. Los héroes están condenados de antemano a no entenderse, a separarse de una forma que, como espectadores capaces de sentir piedad, no encontramos lógica. Bastaría con que alguien gritara a Othello la verdad y que alguien le facilitara la información que necesita... Pero estar en un esquema de tragedia significa precisamente dejar que las cosas ocurran, a pesar de una crueldad que podríamos calificar de nuevo como excesiva. Es precisamente ese exceso el que hará posible escenas como aquella en la que Othello mata a Desdémona, o momentos de grandeur espiritual como el de su arrepentimiento.
Podemos, pues, referirnos a los celos –igual que sucedía con el odio– como elemento de utilización dramática; podemos verlos desde una perspectiva funcional; como método de hacer crecer la entropía para luego reestructurar el caos, proporcionándonos así escenas y ejemplos de gran belleza. Por eso no nos resulta «excesivo» ver sufrir a Othello por una infidelidad imaginaria, porque en el fondo de ese decorado argumental hay dos elementos clave: el desmoronamiento de la «diosa blanca» que es Desdémona y el hecho de sentirse inferior en Venecia, una ciudad donde su piel, su voz y su falta de decorum son datos desestabilizadores. No nos «creeríamos» Othello si sólo se cuestionara la fidelidad de Desdémona (sería tan fácil –lo hemos dicho– gritarle «¡No creas a Yago!», desde un lugar del escenario autorizado). Si llegamos a impresionarnos, es por la magnífica labor de construcción dramática, por la oportunidad de las situaciones, por la forma de ensamblar odio, inferioridad, ambición de Yago, desprecio al sexo, ambigüedad...
Es la maestría lo que impresiona y no la «cortina de humo» que nos lo ha hecho popular. Después de todo, la historia de un marido engañado, difícilmente es una historia trágica. Todavía diríamos más: ¿por qué tendría que impresionarnos esa supuesta traición al amor, cuando el autor no nos muestra de verdad a nuestros protagonistas amándose?
Un ejemplo de valor parecido lo encontramos en nuestro ya comentado Cuento de invierno, donde los celos surgían de forma también irracional e imprevista, ya al principio de la obra, quedando planteados casi de forma enigmática. ¿Por qué invita Leontes a su amigo Polixenes? ¿Qué había entre ellos que los une de esa forma tan peculiar? ¿De qué tiene celos Leontes? ¿Por qué murmura «Too hot, too hot» 12 cuando Hermione, su esposa, enlaza sus manos con las de Polixenes? ¿Qué es lo que le parece ardiente? ¿Qué le parece apasionado? ¿No es éste un esquema idéntico al propuesto en los Sonetos? ¿No estamos de nuevo ante el dilema Amigo/Amada? Hubo un tiempo –se nos dice– en que Leontes y Polixenes eran como «corderos gemelos que triscan al sol y balan el uno al otro». 13 Hubo un tiempo –se nos recuerda– en que entre ellos «la inocencia era la respuesta a la inocencia». ¿Qué sentido tiene, pues, que Leontes no se atreva a pedirle a su amigo que prolongue su estancia en palacio? ¿Por qué le encarga a Hermione ese cometido? ¿Cuál es el sentido teatral de todo esto?
Los módulos en Shakespeare se repiten una y otra vez, de forma obsesiva. Todo recuerda a todo. Todo genera círculos concéntricos que se expanden hasta el infinito como cuando arrojamos el guijarro en el agua estancada. Pero todo tiene, al mismo tiempo, una fuerza que no se agota jamás. Desdémona intercedía por Cassio. 14 Hermione ruega a Polixenes que se quede. Los celos saltan de forma brutal. Pero ahora, en el bello cuento de invierno, hay un nuevo componente, un guijarro que tiene más peso. Ahora Leontes siente celos de los dos y –a diferencia de Othello que degrada socialmente a Cassio– Leontes resuelve trágicamente matar a Polixenes. La otra diferencia ya es conocida. Othello es una tragedia y sabemos que las cosas llegarán hasta el final. Cuento de invierno es un romance y nos consta que el autor encontrará una solución que nos agrade. Por eso, el castigo que prepara para Hermione será la cárcel. Pero avancemos más y descubramos nuevos hechos: que el mayor dolor de Leontes surge cuando sabe que ha muerto Mammillius, su hijo; que, sin embargo, no quiere ver a su hija Perdita, nacida en prisión, y manda que la arrojen al mar; que sólo recupera su equilibrio cuando esta hija, que por azar no ha muerto (siempre es así en los romances) se casa con Floritzel, hijo (y por lo tanto el «otro yo») de Polixenes, con lo que vuelve a quedar planteado y, por fin, resuelto el problema de la apetencia de lo masculino y lo femenino. Por este camino, Shakespeare ha reunido el encanto mítico de los contrarios; las ventajas de los opuestos, aunque todavía no queda elaborado en un icono único, tal como ocurrirá cuando oigamos hablar del Fénix (en El Fénix y la Tórtola) y de la ambivalencia del master/mistress (amado/amada) de los Sonetos.
Que Leontes se enfrente a su naturaleza bisexual supone que asuma su transgresión y que purgue su falta para, desde el desorden, alcanzar la etapa de reconciliación final donde quede reconstruida estéticamente la felicidad. Los celos así, merced a su funcionalidad, dejan de ser desproporcionados. Sería esto como decir, una vez más, que no hay orden sin caos; que no se crea sin haber destruido; que no se puede destruir si no se ha creado; que generar supone consumir; que amar supone odiar; que volver a un lugar en busca del perdón equivale a abandonar otro que también amábamos; que no se puede ser Macbeth sin matar a Duncan; que no se puede ser Brutus sin haber matado a César; que el alivio del perdón supone la ofensa del pecado.
Estos síntomas del desorden no podían faltar ni en los poemas ni en los Sonetos. La incorporación de los celos, el amor traicionado, o el engaño, en el mundo de su poesía, tiene la misma finalidad dramática que la aparición de esos síntomas tenía en las tragedias o en las comedias o en los romances. En realidad –ya lo hemos apuntado– en la estructura de los Sonetos y poemas como Venus y Adonis, hemos de ver el entramado de toda la producción dramática shakespeariana.
Una bien elaborada técnica de contrastes nos descubriría la pureza de Mercutio (en Romeo y Julieta) a través de un lenguaje que es deliberadamente grosero; la grandiosidad de Timon, a partir de un escenario caótico, o el perdón de Hermione, a partir de una estilística del pecado... La misma técnica contrastante podrá ser adver¬tida en la estructura de poemas y sonetos. Serán de nuevo necesarios los síntomas del caos para reconstruir, a partir de ellos, un orden estético nuevo; para diseñar la pastoral de la inocencia dentro de los límites o confines del arte.
Con los Sonetos volvemos a ponernos en contacto con un escenario que nos muestra el signo trágico de la naturaleza del hombre. El poeta de los Sonetos, frente a la mujer, se nos presenta con toda la inferioridad de que es capaz. Y es de esa rivalidad con ella –de la tortura de experimentar lo heterosexual– de donde surge un ideal estético que es de signo opuesto, y cuyas únicas señales masculinas son las que –en técnica de espejos– proceden de la mujer, así como las señales femeninas de la mujer –en nueva estética de espejos– proceden del hombre.
Así, las palabras de la perfidia, las de los celos, las de la falsedad, tendrán en este escenario de errores un significado nuevo, convirtiéndose en signo de signos, juego de juegos. La falsedad del lenguaje descubrirá la falsedad de los sentimientos, y ésta, la falsedad de identidades, el afianzamiento del cambio, del disfraz y del caos.
El dilema Bien/Mal, vuelve a ser planteado en términos de Mundo Masculino/Mundo Femenino. El ángel bueno será un hombre; el espíritu del mal, la mujer. La solución es estética y llena de ambigüedades. Veámoslo en el soneto CXLIV:

Dos amores tengo de catástrofe y de amparo,
como dos genios que me inspiran hora a hora:
mi mejor ángel es un hombre blondo claro,
mi genio malo una mujer morena mora.
Para echarme al infierno ya, mi diablo hembra
tienta a mi ángel bueno abandonar mi bando
y en mi santo malicias de demonio siembra,
su pureza con vil soberbia cortejando...

El bien y el mal (las ventajas de lo masculino y de lo femenino) son aprovechados poéticamente por Shake-speare desde una conciencia creativa basada en las posibilidades de la bisexualidad. El adolescente de los sonetos –como el adolescente de las comedias– representa las ventajas de los dos sexos. De esta forma, los atributos femeninos de este icono ambivalente pierden su carácter negativo y peyorativo.
Es así como, a partir de ese visible desorden, quedan reunidos lo bello y lo feo (lo que es feo adornando a la mujer y no lo será si adorna al adolescente); quedarán reunidos lo bueno y lo malo. 15 Así es como el proceso estético se convierte en una forma de afirmación de la identidad, en una manera de percepción de la realidad, en una lucha contra la apariencia y la mutabilidad. La elaboración que hace el poeta del modelo adolescente, no es sino una forma eficaz de realización estética; una posibilidad de victoria sobre el tiempo.
La división de los Sonetos en tres grandes grupos nos ayudará a clarificar el tema del caos (el tiempo destructor) y la forma peculiar en que el poeta quiere ordenarlo. En efecto: distingamos desde ahora tres capítulos. El primero –constituido por los sonetos LXIV, LXXIII, LXXVII y C– nos habla del tiempo corruptor de la belleza del amigo. El segundo –en el que podrían quedar incluidos más de diecisiete de los sonetos– está básicamente formado por el V, X y XII, y supone la búsqueda de un método eficaz contra esa acción destructora del tiempo (solución que se encuentra en la perpetuación biológica). El tercer capítulo, cuyos ejemplos nos muestran cómo es la ordenación estética la que consigue hacer perenne esa belleza, está formado fundamentalmente por los sonetos XV al XIX y por el LIV, LV, LX, LXIII, LXV, LXXXI, CI y CVII.
Centrémonos en el primero de los grupos, para comprobar cómo lo que parecen ser consideraciones de lo metafísico o lenguaje inalcanzable, no son sino parlamentos «aprendidos» de poetas anteriores, y modos heredados de la Antigüedad clásica, a partir de los cuales Shakespeare estructura su estética poética. Olvidemos, pues, desde ahora las consideraciones que pudieran llevarnos al planteamiento de la existencia real y física del amigo. Desechemos desde ahora la idea de que estamos ante una confesión pública de amor. Sería esto materia para otro tipo de ensayo, al margen de que –podríamos anticipar conclusiones– no creemos que se pueda llegar demasiado lejos por ese camino, lleno de incertidumbres y de poco interés estético.
La construcción poética del cuerpo del adolescente y el lamento del poeta por la muerte de su «creación», son fórmulas que ya utilizaba Ovidio y que practicaron con anterioridad los grandes maestros del soneto. 16 Es cierto, sin embargo, que el uso que Shakespeare hace de este método es absoluto, insistente. Es también cierto que el hecho de que –en su mayor parte– se trate de tonos aprendidos de la tradición no tiene que apartarnos de la consideración del uso dramático –y poético– que Shakespeare hace de esos síntomas que aparentemente resultan excesivos, y que hacen de la retórica un elemento funcional que ordena la acción desordenada y devastadora del tiempo. Ésta es también la idea escondida tras el disfraz o apariencia del soneto LXXIII, que conviene leer:

En mí contemplas ese mes en que el oro
las hojas, o ninguna, o pocas, pendulean
de ramas que tiritan con el frío,
coro ruinoso en que tardíos pájaros gorjean.
En mí tú ves aquella media luz del día
que por poniente deja apenas una huella,
hurtada poco a poco por la noche fría
que, otro yo de la muerte, todo en paz lo sella.
En mí tú ves como destellos de ese fuego
que en las cenizas de su juventud se acuesta,
como lecho de muerte en que a expirar va luego,
tragado por aquello que nutrió su fiesta.
Y esto que miras a tu amor lo hace más fuerte
a amar lo que no mucho tardará en perderte.

Es el caminar del poeta desde el otoño hasta la muerte; desde los tonos amarillos hasta la negrura de la noche, anunciando la condición mortal del hombre y de su belleza, enumerando los síntomas del caos mientras va afianzando la elaboración del poema. No nos ha de obsesionar lo que el poeta dice –insistimos en que lo ha aprendido– sino el uso que hace de esa historia, porque es eso lo que de verdad nos ha de proporcionar el material de reflexión. Más que un canto al amado (no negamos que esa es la línea argumental que utiliza) estamos ante un lamento por la mutabilidad de las cosas; por el dominio de la muerte en el mundo, y por el ocaso de la creatividad.
Los sonetos LXXVII y C serían dos buenos ejemplos. El primero («Tu espejo te dirá cómo huye tu hermosura, / tu reloj cómo pasan tus áureos minutos...») es como una terrible advertencia: «el tiempo pasa y tú envejeces...». La muerte espera al amigo como una boca hambrienta y abierta; la muerte espera su alimento. En el segundo de estos sonetos se confirma la idea de que es el tiempo, y no los propios defectos del amigo, lo que toma cuerpo como desorden, y ha de ser poéticamente reelaborado. En efecto, el soneto C supone una vuelta a la actividad poética como única forma de detener el paso del tiempo, asegurando así la perennidad de la belleza del amigo. De este modo suplica el poeta la vuelta de la fuerza creadora:

¿Por dónde andas, Musa, que tanto te olvidas
de hablar de aquello que te da todo tu aliento?
¿Gastas tu furia en cantinelas desabridas,
tu luz menguando en alumbrar vil argumento?
Torna ya, Musa olvidadiza, y que rediman
gentiles números tan malgastada siesta;
canta a la oreja en que tus trovas bien se estiman
y que a tu pluma el arte y el asunto presta.
Alza, Musa holgazana, y el rostro examina
de mi amor, si ha trazado el Tiempo allí una arruga:
si alguna, hazte una sátira de la ruina
y haz por doquiera mofa del Tiempo y su fuga.
Dale fama a mi amor más de prisa que vida
gaste el Tiempo, y así prevén su hoz torcida.

Sólo esa fuerza creadora podrá reordenar, remodelar, proporcionar nueva vida... El Poeta y el Amigo son punto y contrapunto de esa elaboración del arte que ha de llevarse a cabo en forma de soneto, poniendo cada palabra en su sitio; rompiendo el equilibrio natural; destruyendo la jerarquía de la naturaleza, disfrazándola, cambiándola, dándole forma nueva. El sufrimiento del viejo poeta, solo, traicionado, es un magnífico «exceso» que nos pone en el camino de la consecución de la belleza. Dotar al joven amigo de atributos nuevos, ambiguos, distintos, cambiantes, supone abrir nuevas sendas, romper moldes, analizar las posibilidades del éxito. Inventar el andrógino, de nuevo, supone desordenar a propósito, elaborar el medio poético que proporcione nuevas formas de vida; nuevos métodos de lucha contra el tiempo.
Por eso encontramos –en el segundo grupo de sonetos a que nos hemos de referir– un deseo imperioso del poeta por hacer inmortal la figura de ese icono que él ha concebido; por eso, cuando los caminos parecen cerrados, cuando del amor homosexual podemos esperar sólo mil imágenes idénticas, obtenidas a partir de un espejo que el poeta pone ante sí mismo, aparece la posibilidad de ser eterno obteniendo nuevos amigos a partir de la unión carnal con la mujer, explicándose así la utilización poética de la dark lady, que de forma implícita o explícita aparece en esta serie que podríamos denominar de «perpetuación biológica». Veamos algunos ejemplos:

De los seres hermosos deseamos grana,
que así la rosa de hermosura nunca muera,
mas según sale de sazón la más temprana,
lleve en sí su memoria su tierna heredera.
[Sonetos, I]

donde vemos que procrear es una solución provisionalmente adoptada por el poeta hasta que intuya que es la creación literaria la que le ha de proporcionar la victoria contra la guadaña del tiempo. Éste sería el sentido de:

¡Cuánto más tu hermosura mereciera gloria
si respondieras «Esta hermosa criatura
cancelará mi cuenta, excusará mi historia»,
probando en ley de herencia tuya su hermosura!
[Sonetos, II]

o bien del soneto III donde el espejo es el aviso, la advertencia, del paso del tiempo:

Mira a tu espejo, y di a la faz que en él reflejas
«Ya es tiempo que esa faz se copie en otra plana»
que si hoy su fresco apresto no reparas,
dejas burlado al mundo, a alguna madre seca y vana [...]

o del soneto V (cuyas palabras traen ecos de la Arcadia de Sidney), donde el paso efímero de la belleza es comparado con el paso inevitable del invierno al verano:

Si esencia de verano pues no se destila,
líquida en cárceles de vidrio prisionera,
fruto de gracia con la gracia se aniquila:
ni ella ni remembranza de lo que ella era [...]

y donde la belleza se extingue, si no es guardada en paredes de cristal, si no obtenemos copias fieles de ella. Insiste el poeta en el soneto VI («para ti mismo es si otro Tú de ti crías...») en el VII («salvo que otro sol enciendas...») en el IX («Será tu viuda el mundo, que sin fin lamente / que tras de ti no dejes tu sello imprimido...») hasta llegar al soneto X donde por vez primera hace alusión a sí mismo cuando dice:

Hazte otro MISMO, por amor de mí,
que así viva hermosura o bien en tuyo o bien en ti.
planteándole, de esta forma, la necesidad de que su yo se prolongue en otro yo.
Pero quizás sea el soneto XII el más significativo de una serie que encuentra en las imágenes vegetales la esperanza de una regeneración que sólo las semillas, que crecen y se renuevan, pueden lograr:

Cuando cuento el reloj que el tiempo va contando y
veo el bravo día hundido en noche ingrata [...]

ordenando desde el principio la tragedia del tiempo con las palabras justas, con la retórica adecuada, contraponiendo día/noche primero, violáceo/plateado, después

o miro la violeta que se va amustiando
y endrinos rizos sobrepintados de plata [...]

para seguir con la imaginería vegetal y matizar de forma eficaz la marcha del tiempo: 17

Cuando árboles altivos veo calvorrojos,
que antaño abovedaban del calor rebaños,
y los verdes de Mayo, en haces de rastrojos,
venir en andas, de canosa barba huraños,
hago entonces tu gracia punto de pregunta:
si a los escombros tú del tiempo has de ir a dar;
pues gracia veo de sí mismas desertar,
muriendo al paso que van viendo que otro apunta [...]

y encontrar en la procreación el único método, la única forma de afianzarse:

ni hay de la hoz del Tiempo nada que te escude,
salvo la prole que de ti se críe,
que a él lo desafía cuando él de aquí te mude [...]

Efectivamente: sólo un nuevo día puede superar la noche; una nueva flor devolver la frescura a otra; una nueva primavera poblar de hojas al árbol; un nuevo ser restituir la belleza a otro.
Pero el poeta necesita más seguridad, más garantías contra el caos. El poeta necesita trazar un camino definitivo hacia el arte aunque para ello tenga que desentimentalizar el caos –«intelectualizarlo»– y aprovechar cada una de sus caras y de sus síntomas para ordenarlo.
Recordemos que no hay orden sin desorden. Aún más: recordemos que hay que desordenar el desorden para, finalmente, ordenarlo. Así es como todo llega a tener sentido poético, llega a tener finalidad. Así es como la tortura de experimentar lo heterosexual; la necesidad de construir el andrógino; el sufrimiento del viejo poeta; la veleidad del joven amigo; la caducidad de la hermosura; la mutabilidad de las cosas; el poder de la atracción de signo invertido... son magníficos elementos para una poética que aquí queremos ver como intelectualizada, como cruelmente elaborada, a partir de tonos aprendidos e invertidos deliberadamente: la dama, la midons virilizada, se ha convertido en bello adolescente afeminado.
Inmortalizar de una vez por todas, a través del arte, ese icono verbal y visual adolescente –¿cuántos niveles de inversión tiene?– es tarea que el poeta emprende en el último grupo de sonetos antes citados y donde, de forma obsesiva y contundente, plantea el tema siempre en los dos últimos versos, después de los tres cuartetos. Veámoslo en la forma de iniciar el soneto XV:
Cuando medito cómo todo ser que alienta [...]

y en la forma de terminarlo:

y, con el Tiempo en guerra por tu amor,
yo debo según te va él quitando, en ti injertar de nuevo,

donde, al «injertar», podemos decir que el poeta «celebra la hermosura del amado por medio de su poesía».
El soneto XVI comienza:

Pero ¿por qué no haces con armas más ricas guerra
contra ese Tiempo, sangriento, tirano [...]

y termina:

Al entregarte tú, tú mismo has de guardarte,
y vivirás pintado por tu propio arte,

planteándose momentáneamente la duda acerca de poder llevar realmente a cabo la inmortalización deseada, con sólo el poder de su verso torpe («¿... y en tu propio desgaste no te fortificas / por medios más benditos; que mi verso vano?») y resolviéndose, en todo caso, en el siguiente soneto, al combinarse la inmortalidad bio¬lógica y la poética. Así entendemos el principio del so¬neto XVII:

¿Quién dará fe a mi verso en la futura era...?

y el final definitivo:

Pero un hijo de ti estuviera entonces vivo:
vivieras doble, en él y en mi rimado archivo.

donde coexisten los procedimientos de inmortalización a través del hijo y a través del verso. Podríamos considerar este soneto como «fronterizo», en el sentido de que anticipa un nuevo tratamiento del tiempo, a la vez que retiene algo del procedimiento anterior.
En adelante, en cada uno de los sonetos que componen la serie, la idea de inmortalidad literaria es insistente. En el soneto XVIII, la belleza a que se refiere el primer verso:

¿A un día de verano habré de compararte?

sólo podrá ser retenida como al final se indica:

En tanto aliente un hombre o ver el ojo pida,
vivo estará este verso, y te dará a ti vida.

o lo que es lo mismo: con el poder poético que es siempre símbolo de vida.
El resto de la serie de sonetos sigue la misma línea: el pareado final (el couplet) proporciona la solución a la duda o problema del principio. Y la solución siempre es la misma: el arte como forma de vida. Comprobémoslo:

Soneto XIX:

(A) principio:

Tiempo voraz, embótale al león la garra [...]

(B) final:

Mas ¡qué!, haz lo que quieras, Tiempo viejo: malpese a tu manejo,
mi amor por siempre joven vive en este espejo.


Soneto LIV:

(A)

¡Oh, cuánto más hermosa hermosura se para
con el gracioso atuendo que verdad le prende!

(B)

Tal de ti, hermoso, si este aroma de hoy se esfuma,
en versos destilada tu verdad rezuma.

Soneto LV:

(A)

No mármol, no de reyes áureos monumentos
sobrevivirán a esta poderosa rima [...]

(B)

Así, hasta el Juicio que tú mismo al fin levantes,
vives en esto, y moras en ojos de amantes.

Soneto LX:

(A)

Como olas ruedan hacia guijarrosa playa,
así nuestros minutos a su fin conspiran.

(B)

Y aún mi verso ante el Tiempo se alza en esperanza,
cantando, pese a su hoz sangrienta, tu alabanza.

Soneto LXIII:

(A)

Contra que mi amor sea, como yo lo he sido,
estrujando del Tiempo en la garra inhumana [...]

(B)

su gracia en estas negras líneas se recuerde,
y que ellas vivan, y él en ellas siempre verde.

Soneto LXV:

(A)

Pues que ni bronce o piedra o tierra o mar sin linde,
no hay brío que cruel mortalidad no tuerza [...]

(B)

Ah no, nadie; a no ser que, por milagro,
mi amor en negra tinta esté luciendo claro.

Es innecesario prolongar la lista de ejemplos (sonetos LXXXI, CI, CVII) porque todos tienen una misma estructura y un mismo propósito: «ir más lejos». La técnica para conseguirlo, en todos los ejemplos transcritos, ha sido la misma: una observación profunda sobre la be¬lleza y su fugacidad (A) y un empeño por afianzar esa belleza a través de los dos últimos versos del soneto (B).
Más que ante la búsqueda de la inmortalidad que la literatura proporciona, diríamos que estamos ante la búsqueda de una nueva forma de vida que han de proporcionar el arte –la vida literaria– y la ordenación estética, a través de un proceso que no podrá consumarse sin la transgresión cruel de la realidad. De ahí, la necesidad poética –dramática– del juego de juegos, del disfraz de disfraces proporcionado por el mismo engaño en el lenguaje; de ahí el «disimulo» que supone usar el esquema aprendido de un soneto; de ahí la necesidad del «exceso», del icono adolescente, de la masculinidad femenina, de la feminidad masculina, de la coincidentia oppositorum, como nuevas fórmulas de triunfo, como nuevos caminos en la construcción del arte; de ahí la necesidad de incorporar los síntomas de los celos en un escenario –el de los sonetos y poemas– que es ambiguo, y que nos vuelve a poner en contacto con el dilema de Leontes en su fascinante «cuento de invierno».
Así es como Shakespeare –consciente de las ventajas de los contrarios en el escenario invertido que antaño diseñaron otros poetas– elabora con incuestionable maestría un esquema abierto y cambiante donde ningún elemento pierde su eficacia; donde cada detalle es aprovechado con habilidad y donde todas las formas de conducta tienen un sentido, sirven para algo, pueden producir –en su «exceso»– una muestra de arte. Así es como Shakespeare pone a prueba su capacidad de rizar el rizo (su capacidad poética) en un juego que se nos antoja cruel.
No será la suya la producción poética inconsciente del que escribe porque sufre; del que cuenta sus propias penas disfrazándolas con nombres de personajes. La de Shakespeare es una obra estructurada, planificada, pensada, aunque a veces se precipite y nos dé la impresión de que «improvisa», de acuerdo con unos esquemas previstos. La suya es la obra del artista consciente de serlo; del que sabe que está haciendo arte. Sus textos –¿son textos?– no son un testamento espontáneo para que la posteridad los juzgue sentimentalizándolos. Por eso el sufrimiento del poeta traicionado de los sonetos –tendremos que insistir una y mil veces– se convierte de pronto en la bella excusa necesaria. Por eso el «mal de amor» de los sonetos es una treta aprendida, y por eso su «dulzura» –es peligroso decirlo– suena a veces a celada; a implacable trampa.
En la infinita serie de espejos de su poesía, Shake¬speare va de una frontera a otra elaborando una orgía estética; haciendo coincidir los opuestos, situándose en el centro de un disfraz múltiple que convierte el arte en forma de entendimiento de la paradoja de la realidad divina. Esa orgía estética es una vuelta a un estado de confusión y abolición de los atributos de cada sexo, donde lo que toma forma es la ambigüedad. Con el método del andrógino –el mito como estrategia literaria– se construirá una forma icónica donde queden incluidos –desposeídos de lo demoníaco y de la tiranía de Afrodita– los encantos de la mujer. Este mito, así elaborado, acechará en Shakespeare en todo momento, enseñoreándose también de los poemas narrativos donde el mito aparece de forma degradada, en forma de deseo y de nostalgia desesperada. El andrógino supone así el principio y fin al mismo tiempo, en un proceso nacimiento-muerte-nacimiento, que nunca termina. Ésta es la idea que volvemos a encontrar en poemas como Venus y Adonis y El Fénix y la Tórtola. En el primero de los poemas, Venus y Adonis han intercambiado sus atributos, han invertido sus papeles, como ocurría en el poema de Spenser, La Reina de las Hadas, donde leemos: «y mientras él dormía, ella extendió sobre él su manto, adornado como un cielo estrellado, y su suave brazo rodeó su cabeza, y con besos de ambrosía bafló sus ojos y mientras él era así bañado...». Esta descripción tiene una relación clarísima con el principio de Venus y Adonis, con evidentes ecos de la historia que Eurípides, en Hipolito muchos años antes, había dado a conocer:

No había el sol de semblante purpúreo
sino acabado de recibir el último adiós de la aurora en [lágrimas,
cuando, Adonis, el doncel de mejillas de rosa, corría a los [placeres
de la caza: amaba la caza pero se reía con desdén del amor.
Venus, oprimida por el deseo, va en derechura hacia él,
y, como un atrevido pretendiente, le hace por asalto la corte.

«Tú eres tres veces más bello que yo misma» –comenzó a [decirle– [...]
[Venus y Adonis, 1-7]

El modelo Adonis hermoso/adorado/femenino y Venus activa/masculina, es pues, como siempre en Shake¬speare, un esquema heredado. Bastaría con recordar el Orlando Furioso de Green (1591) o el Endymion que escribiera Lyly en la misma fecha. Es también la fórmula que Marlowe, sólo en parte, había empleado en su Eduardo II, y que Shakespeare prodiga ampliamente en toda su obra.
En este nuevo escenario, lleno de ambigüedades, lo verdadero y lo falso vuelven a estar aliados; la burla vuelve a funcionar desde la impunidad del «disfraz necesario», desde la metamorfosis de sexos y palabras. De nuevo el nacimiento de la belleza deberá producirse a partir de una provocación cruel del caos, a partir de la vuelta al principio de las cosas y del mundo; de la vuelta a la libertad inicial, a la randomness para proceder paulatinamente a su ordenamiento, a su reestructuración por medio del verso. Desde esta perspectiva, el espacio caótico que rodea a Adonis es una manera ideal para la consecución del arte; un lugar perfecto para el acto de creación autónoma del espíritu. Así es como el verso –tal como ocurriera con el mito– nos pone en contacto con una divinidad libre de atributos imperfectos.
El Fénix... supone la culminación de lo que hasta ahora eran intentos. Este difícil poema nos trae ecos de la androginia divina; ecos de cuando la divinidad se dio a sí misma la existencia, demostrando que –como ocurre en la culminación estética– se basta plenamente a sí misma. La idea de lo andrógino siempre ha estado unida a la idea de perfección. Incluso el andrógino primordial ha sido, desde antiguo, concebido como esférico (recordemos a Platón y su Banquete) siendo lo esférico la máxima muestra de perfección cósmica. Todo se reduciría, en definitiva, a un proceso de androginización, donde hasta el intento desesperado del amante por conseguir a la amada, sería síntoma inequívoco de este proceso pues el hombre (el macho) consigue, en el amor, hacerse dueño de las cualidades del otro sexo, quedando así investido de la gracia, la sumisión y la abnegación, cualidades indiscutibles del hombre enamorado, y origen, en la literatura de todos los tiempos, de exabruptos de rebelión. De este modo, el intento desesperado de Tarquin por reducir sexualmente a Lucrece (en La Violación de Lucrece) no tendría en Shakespeare otro sentido que el de quedar fundido con la mujer, igual que le ocurriera al hijo de Hermes y Afrodita al ser abrazado por la diosa del lago, aunque ese deseo no fuese sino nueva forma de poseer lo que se odia; de medir la fuerza del macho, de poner a prueba la virilidad: «Esto le mueve –dice el poema– a mayor rabia, y a menor piedad, para abrir la brecha y entrar en su dulce recinto.»
Todo en Shakespeare es una especie de ceremonia de cambio (cambio de sexo, de disfraz o de lenguaje) sin que olvidemos que no hay que minimizar la posibilidad de considerar los poemas de nuestro autor como un decorado de decorados, 18 como un cuadro delante del cual se produce la ilustración visual de un diálogo (en este caso, el de Tarquin y Lucrece) y donde la acción tiene lugar ante un fondo –un tapiz– artificial, tal como sucede en la trampa a que nos somete el «teatro de teatros».
La culminación –lo apuntábamos más arriba– de esta técnica cambiante y disfrazada habría que buscarla en El Fénix..., ejemplo idóneo de autogenia cósmica y estética. Inventar ese Fénix supone desordenar a propósito; supone volver al caos inicial donde todo es todo, donde nada se distingue y donde se afianza de manera definitiva el disfraz «provisional», en el que sentirse, por unos momentos, mujer u hombre, no es sino explosión momentánea de un deseo de vuelta a lo perfecto. Si Adonis era el joven transexualizado (no olvidemos los abundantes ejemplos que el autor nos ofrece en las Comedias), y el adolescente de los Sonetos, la culminación de una duda sutil, el Fénix significará un nuevo paso, un progreso, porque es símbolo de perennidad estética y cósmica –lo que el poeta deseaba para el amigo de sus poemas– y porque es el ave que muere para resucitar en la hoguera que él –¿es él o es ella?– ha preparado, y porque es el ave que se funde con otra ave en un casto abrazo de imposible descendencia, y el ave cuyo origen no es otra ave, sino el poder creador del Arabian tree. Recordémoslo: «Que el ave de canto más agudo, que se posa en el árbol solitario de la Arabia, sea el heraldo y triste clarín a cuyo son obedezcan los castos alados...» (1-4), palabras de las que aprendemos que el Fénix surge por primera vez confirmando el poder vegetal-sexual de ese árbol que es parte del mito para, a partir de ese momento, vivir mirándose en su contrario sin que ese éxtasis suponga la aniquilación del yo en la identidad del otro. 19 El amor del Fénix y la Tórtola (ésta sería el macho y aquél la hembra) no supone el lazo de amor, duradero de por vida, de una pareja, sino la reafirmación de una relación narcisista del ego con el mundo del que forma parte, en una clase de unión donde los sexos no cuentan porque –nos lo recuerda Sócrates– «la castidad entre los amantes es la condición específica para aquellos que están resueltos a tomar, si existiera, el corto y más escarpado camino del cielo». Y esto es lo que, en definitiva, hacen las dos aves del poema: «Volar, fundidos en una llama...». Desaparecer, abrazados bisexualmente, formando un solo cuerpo.
Todo resultará ser un proceso de sutil utilización, por el que hasta lo más insignificante puede ser aprovechado de forma admirable para lograr un sentido dramático. Vimos, en primer lugar –al principio de nuestra reflexión– cómo la retórica se adueñaba de la situación, convirtiéndose, por arte y magia del autor, en método dramático.
Desde el principio advertimos el propósito de incluir en un todo lo que cualquier otro autor hubiera podido ignorar. Por este procedimiento todos los elementos de un escenario shakespeariano llegan a ser una especie de raw material, de material de primera mano, de materia prima que, gracias a una elaboración inteligente, encuentra su lugar y su sentido teatral. Así, el petrarquismo no es sino excusa idónea o fuente donde aprender tonos y formas que Shakespeare utilizará desde Romeo y Julieta hasta el final de su producción y, por supuesto, en el planteamiento de los sonetos. Equivaldría esto a decir que Shakespeare, desde el principio, se da cuenta de las amplias posibilidades de juego que tienen la palabra o el verso. Sería como decir que, desde el principio, está dispuesto a utilizar todas sus armas como divertimento. ¿Qué otro sentido puede tener la danza de Romeo y Julieta al son que marca el ritmo de un soneto? ¿No es esto como demostrar que lo que podría haber sido vulgar parodia puede convertirse en fórmula magistral de construcción escénica? ¿De qué otra forma hubiera podido producirse el primer encuentro de estos dos enamorados de Verona?
La literatura, el teatro, superan a la vida. Ésta sería la lección. La retórica hace cambiar los planes más serios. Ante la retórica queda vencido el rey de Navarra en unos «trabajos de amor» que, desde el principio, están perdidos. Por eso, el rey enamorado, no puede llegar a su Halicarnaso; por eso queda atrapado por el poder de una situación demasiado literaria, demasiado teatral, demasiado persuasiva. De este modo, la literatura proporcionada por la «bibliografía femenina» hace sucumbir a un rey que no puede comportarse como rey, y a un adolescente –Romeo– que sólo se parece al dios del mito en su estructura externa. La crueldad dramática –la trampa– habría que buscarla en el hecho de que lo que parecía alcanzable –la mujer– no es una alternativa justa. El héroe –siempre demasiado tarde– descubre que ella no es sino una idea difusa, borrosa, lejana... un objeto transexualizado con el que se inicia un proceso de cambio de papeles, una especie de baúl de disfraces de donde puede surgir cualquier sorpresa, cualquier sue¬ño, cualquier fantasía, cualquier sexo, cualquier esquema nuevo. Desde ella –a través de ella– el poeta –también transexualizado en su estrategia– nos hará «ver» la belleza masculina de una forma que puede llegar a ser turbadora y engañosa; de una forma absolutamente misteriosa y literaria.
Supone esto un primer paso hacia el desorden de un sueño teatralmente provocado. Supone esto el camino hacia un lugar ambiguo, hacia un locus amoenus adecuado. Y supone, además, la llegada a una especie de paraíso interior y literario, en el que ni siquiera falta la incorporación del perdón –concedido aquí por la mujer diosa– ni la presencia del pecado ni el poder turbador de la tentación. En la aceptación de unas reglas del juego impuestas por la mujer tendríamos el ejemplo genuino de cambio de papeles. La transexualización ha hecho al hombre femenino –obedeciendo– y ha dotado de cualidades masculinas a la mujer, al concederle el rol dominante.
Diseñado y afianzado el escenario ambiguo –deli¬beradamente elaborado por Shakespeare– la atracción sexual opera en unos términos que constituyen un nuevo paso hacia el caos y el aprovechamiento del mismo como parte de la materia prima útil para una posterior consecución estética. Éste es el sentido de comedias como Sueño de una noche de verano, donde los personajes –lejos del mundo de la lógica– pueden despertar del sueño y descubrir que han compartido su lecho de rosas con un hombre, una mujer o un asno. Es éste el paso de los amantes por el paraíso vegetal, por el bosque de Warwickshire, donde encontramos el módulo de una nueva Pastoral, poblada de seres ambiguos, de seres enamorados, de herederos de aquellos que un día poblaron la Arcadia. Sólo distintos por su mayor carga de retórica, de literatura. Por eso la excusa de que el asno –el que hiciera el amor con Titania– no sea un asno en realidad, es un procedimiento teatral equivalente a aquel otro en el que el chico –para que todo quede en su sitio– resulte ser chica. Es de este modo como Shakespeare desordena el desorden para, después, ordenarlo. Éste es el sentido de la trampa de Cesario y de la sorpresa de Orsino; de la trampa de Ganymede y de la sorpresa de Orlando. Es ésta la intención del poeta que, deliberadamente, crea en los bosques una sociedad transexual, una especie de orgía estética, cuyo único y último fin sería gozar y alcanzar el encanto de la perfección divina que sólo poseen los contrarios. ¿El método para lograrlo?: la elaboración de un icono adolescente que nos pone en el camino de la androginia divina, en cuya base disfrazada hemos de ver además al boy que interpretaba los papeles de mujer en la escena isabelina.
Si hasta Noche de Reyes y Como gustéis teníamos que acudir a la retórica del texto para comprobar la relación servil del héroe con respecto a su amada (vasallo/ midons), ahora bastará con considerar la retórica del momento, la estética del acto, del presente escénico, porque la ceremonia dramática de la atracción equívoca –libre de cercos e imposiciones lingüísticas– se ha adue¬ñado del escenario.
¿Quién es quién en este bosque de confusiones? ¿Qué significa que Rosalind sea un palomo macho, agresivo, montado sobre Orlando? ¿Qué significa que Orlando interprete aquí el papel de hembra? Cuando el amor de la pareja (hombre/mujer) es ya pura «comedia», surge la añoranza de una golden age, donde representar el ceremonial de una nueva clase de amor (el de Ganymede y Orlando) y donde celebrar el epitalamio simbólico de un ave Fénix (Rosalind) y de una Tórtola (Orlando), comenzando una peculiar técnica de espejos, donde el amor es siempre el mismo pero donde son los rostros los que constantemente cambian y se confunden hasta que logran llegar a parecer uno –el del adolescente– que a su vez es múltiple y confuso. Los tesoros de lo erótico procederán así, en adelante, de la imagen de un Adonis, llegando con esto a un módulo que no dejará de repetirse. Sucedía en Como gustéis y sucederá en Noche de Reyes, donde Shakespeare precipita la acción, produciendo el «exceso» de forma deliberada, y planteando ya, muy al principio, las cosas tal y como son. ¿Para qué esperar a desarrollar el esquema ambiguo? ¿Por qué no plantearlo desde el principio? Sin dar más explicaciones pone Shakespeare ante nosotros a Orsino y a Cesario, a Sebastian y a Antonio, con la rapidez de quien ha estudiado el modelo escénico. Recordemos que la estructura profunda viene siempre explicada por el binomio Poeta/Amigo en los Sonetos, y que –como en esos sonetos– Sebastian o Cesario son como un día de estío; como una estación que sólo puede librarse de la decadencia por intervención del arte. Pero esto es literatura y trampa. Feste nos lo ha recordado. Feste nos haría despertar del sueño imposible –literario– homosexual; nos advertirá que aquello –lo que hemos visto– no es sino teatro.
Un nuevo escalón en el ascenso hacia el caos es el lenguaje bawdy que –como sucediera con la transexualización y con la presencia del adolescente– Shake¬speare sabe utilizar teatralmente para la elaboración de un esquema cambiante, punto de partida de la construcción estética. Eros Adolescente era una forma literaria de Vida. Eros Grotesco y Pornográfico puede ser una forma de Muerte, aunque perfecta excusa poética al mismo tiempo. De esta forma lo bawdy –esperamos haberlo demostrado en las páginas correspondientes– en Mercutio, hace que su muerte tenga más fuerza, más belleza. Así es como lo bawdy en Falstaff devuelve la ternura que les corresponde a esas inevitables campanadas a medianoche que podemos oír en nuestra vejez. Así es como desordenar, llegar hasta lo obsceno, supone conseguir efectos cómicos, dramáticos o nauseabundos. Y así es como lo nauseabundo puede ponernos en contacto con el odio.
¿Por qué el exceso dramático de «¡Vete a una casa... de oración!»? Cuando la sexualidad se ha hecho náusea y vómito se impone la agresividad contra la diosa blanca –la Fair Woman– para evitar de ese modo que sirva de elemento de destrucción del hombre; para que no se altere la paz en un paraíso que, para serlo, ha de ser masculino. La mujer aparta al hombre de su militia. 20 Fuera del entorno adolescente, Eros es siempre, en Shakespeare, Thanatos. Aunque lo realmente importante –Eros o Thanatos– es la utilización de esos elementos en el proceso de reordenación estética. En ambos casos –sea el amor fuente de muerte o de vida– se produce en el proceso estético una rectificación de la Naturaleza; en los dos casos se desordena el desorden para reordenarlo.
Si antes era la ambigüedad la que creaba uniformidad en el escenario, ahora será la náusea la que los iguale. Sólo el arte nos ayudará a salir de ese impasse uniforme. Sin ese arte, el desorden no produciría nueva fuerza, nueva energía. Así hemos de entender no sólo el asco sexual de Hamlet, sino también el que Shakespeare nos proporciona en Othello, donde el sexo entraba de forma degradada y donde rectificar la Naturaleza supone experimentar el placer a través de la descripción que Yago hace de las caricias de Cassio «sufridas» en su carne de «mujer».
Lo sexual se convierte en Shakespeare en admirable contrapunto; en esa otra cara que, inevitablemente, tiene toda moneda. La alegría inicial de Timon –lo hemos visto– es un buen ejemplo. Su metamorfosis –hasta asumir el papel de perro– es una muestra impresionante de esta técnica que intentamos resumir ahora. Dejar de ser hombre para convertirse en dog supone aprovechar en el escenario unas posibilidades del caos difícilmente superables. Supone insistir una vez más en esa rectificación de la Naturaleza a la que tanto nos hemos referido y que, en Shakespeare, se presenta de formas muy distintas: con la cara de la ambigüedad, con la de la virilización de la Venus, con la de los encantos del adolescente, con la del engaño, la traición y la perfidia...
Por cualquier camino llegamos a la misma conclusión. Por cualquier camino descubrimos diversas formas de disfraz, diversos síntomas de un desorden que el arte ha de reestructurar. Una cara de la mentira podría ser el Bufón. La otra podría quedar explicada por el juego de jugar al juego. Pero el despertar será siempre de desencanto, de odio. Por eso sería preferible quedarse en la primavera –incluso un día de verano podría ser peligroso–, engañar con las palabras, esconderse tras ellas. Por eso la práctica del «disfraz» lingüístico puede ser el mejor vehículo para el arte, la mejor excusa estética. La palabra del fool –del Bufón– desintegra la del enamorado, y su efecto dramático será de dimensiones espectaculares. Si no sentimentalizáramos el odio, podríamos llegar a verlo –y con él el sufrimiento– como auténtica necesidad, como materia prima imprescindible de un escenario. Hasta podríamos llegar a la conclusión de que Othello –lo repetiremos una y mil veces– tiene lo que se merece y de que Falstaff se ha ganado, paso a paso, ese trato cruel por parte de Hal después de coronado.
La otra lección aprendida –habíamos dicho que la primera era que la retórica y la literatura superan a la vida– sería haber llegado a la conclusión de que las cosas no son como parecen y que no siempre parecen lo que son. Mezclar lo real y lo aparente resulta así necesario. Matar a César, inevitable. Traicionar al poeta viejo, imprescindible... Se trata de destruir –por cualquier sistema– para volver a crear. Por eso –recordémoslo– mataban a Duncan. Por eso Gloucester era maravillosamente horrible.
Desde esta perspectiva habría que considerar la necesidad de los celos. Sin ellos, ¿dónde hubiera quedado la belleza de un asesinato, con ecos de canción de cuna y de willow tree? Sin ellos, ¿qué fuerza habría tenido una estatua rígida, como la de Hermione? ¿Qué encanto, el sufrimiento poético de un hombre enamorado del amor de un adolescente?
En los sonetos hemos querido ver el resumen de todos los temas tratados; en su misma estructura, la excusa para reunir lo bello y lo feo; para reunir los contrarios. La forma icónica adolescente, creada por Shake¬speare para muchos personajes, nos habla claramente de un deseo de triunfo sobre el tiempo; es una adaptación al mito del andrógino; una necesidad desesperada de destruir –para crear– a propósito. El Fénix, su imagen y su misma estructura, facilitarán los elementos de una poética que necesita de la vuelta del caos inicial del mundo; que necesita de un máximo grado de no información (de randomness) para escenificar la perpetuación de un disfraz que era provisional; para sentir de forma definitiva –dentro de una confusión donde todo es todo– las ventajas de, siendo hombre, ser al mismo tiempo mujer. El Fénix se nos presenta como símbolo de perennidad estética y cósmica. El Fénix continúa siendo el ave de la Metamorfosis de Ovidio, que muere para resurgir de la hoguera que él mismo ha preparado.
Vuelve así Shakespeare a un estado de degradación inicial, de libertad de dispersión, falta de información, «uniformidad», donde todo es posible. Con la práctica del arte ordenará lo que antes había destruido. Sólo provocando ese «movimiento» de desorden podrá crear ese otro movimiento estético cuando los contrarios ni siquiera son ya contrarios llenando de información lo que antes no era sino silencio. Sería como descubrir la verdad utilizando el engaño y la mentira, y convertirla en verdad estética. No se puede reconstruir sin antes derribar. Ni crear sin antes destruir.
Sólo con crueldad se puede matar, hacer sufrir, engañar, destruir... Con crueldad, o con una obsesión por alcanzar un orden nuevo y definitivo. Es así como el autor nos demuestra la necesidad de ese proceso intelectualizado que nosotros, con frecuencia, hemos querido sentimentalizar, perdiendo de vista que de lo que se trata es de rectificar el orden viejo; de rectificar la Natu¬raleza; de crear un entorno quizá cambiante (dama/midons/ adolescente/andrógino/Fénix/ dama/midons...) que nunca termina, similar a aquel otro donde se nace, se muere, se nace... y que nos proporciona una lección definitiva, día a día. Entender ambos procesos supone aceptar las reglas del juego; supone aceptar la crueldad de la risa, de la muerte, de la vida, del sexo, de la burla o de la náusea.